David Torres*
Público es
Dicen que, antes del aterrizaje de Elon Musk, Twitter era poco menos que una balsa de aceite, un remanso de paz y buen rollo donde la gente se ayudaba, donde la inteligencia y el buen humor iban de la mano cual anuncio de desodorante al borde de la playa. No como ahora, que los bulos proliferan como conejos; las amenazas, los insultos y el sadismo corren a todas horas; y te pueden hackear la cuenta al mínimo descuido. No me hagan mucho caso, pero a mí me hackearon la cuenta hace cuatro años, dos antes de que Twitter se transformara en X, y por aquel entonces ya era un auténtico lodazal, un inimaginable gallinero con los palos llenos de mierda, una especie de inmunda taberna telepática donde se sirve vino de garrafón acompañado de un constante sonsonete de injurias, imprecaciones y eructos.
Era lógico que, en Brasil, el juez Alexandre de Moraes decretara el cierre de la red social con graves multas para cualquier usuario que acceda a ella dentro del territorio brasileño. Es una medida sanitaria e higiénica que deberían imitar muchos países, prácticamente todos, con el fin de evitar la multiplicación de noticias falsas y discursos de odio, una epidemia virtual que en cualquier momento puede desembocar en la realidad al estilo de los tumultos callejeros de Gran Bretaña este verano. Cuando Elon Musk cambió el pajarito de Twitter por una rotunda y repelente X, ya estaba anunciando al personal que la cosa iba a acabar en una película porno.
Días atrás leí un artículo en una publicación de lo más bizarra en donde se aseguraba que Elon Musk es el Anticristo, poco más o menos. Se basaban en el testimonio de una supuesta niñera que decía haberle visto cometer actos indescriptibles durante su infancia (efectivamente, ella no los describía) y en una exégesis bastante rebuscada del Apocalipsis, un texto fabuloso que sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Como se ve, esta historia no es más que una actualización de La profecía, la novela de David Seltzer llevada al cine por Richard Donner en 1976, donde el embajador de los Estados Unidos en Gran Bretaña adopta en Roma a un niño que en realidad es hijo de Satán y que está destinado a desatar el Armagedón desde el sillón presidencial de la Casa Blanca.
El de Anticristo seguro que le viene grande, pero lo cierto es que Musk se arrogó el papel de dictador mundial cuando admitió que había financiado el golpe de estado en Bolivia que destituyó a Evo Morales y, de paso, que podía derrocar el gobierno que le diera la gana apenas se pusiera a ello. Esta chulería, propagada a los cuatro vientos, lo llevó a identificarse con el rol de un supervillano de la saga de James Bond, uno de esos millonarios lunáticos que sueñan con dominar el planeta. Sin embargo, más que a Blofeld o a Goldfinger, Musk recuerda a Elliot Carver en El mañana nunca muere, el malévolo magnate de la prensa que está a punto de iniciar la Tercera Guerra Mundial sólo con el fin de vender más periódicos.
Tal vez no sea casualidad que la trama más absurda (y a la vez la más verosímil) de toda la saga de James Bond sea la de Quantum of Solace, donde una misteriosa organización criminal, Spectra, planea un golpe de estado precisamente en Bolivia para hacerse con las reservas no de litio sino de agua potable. Debo confesar que me fascina la figura de un multimillonario que lo tiene literalmente todo para ser feliz y que ha decidido utilizar sus casi inagotables recursos y sus evidentes talentos para mentir, manipular y apoyar a la hez política de la Tierra, de Milei a Trump, pasando por quien se les ocurra.
Hay algo sumamente turbio ahí que, desde luego, no explican ni el resentimiento ni la ambición sin freno ni el síndrome de Asperger que padece, según confesión propia. Tal vez el cambio de sexo de su hija Vivian, nacida Xavier, esté en el fondo de su cruzada contra lo que él llama el «virus woke». En cualquier caso, Elon Musk es la prueba viviente más insigne de que el dinero no da la felicidad. Al ver sus lamentables triquiñuelas, sus campañas ególatras y sus encontronazos en Twitter, es imposible no acordarse de aquel diálogo de Chinatown, cuando el detective que interpreta Jack Nicholson le pregunta al indecente millonario encarnado por John Huston qué más puede comprar. «El futuro, hijo. El futuro»
*Escritor y periodista español.