David Torres*
Público es
Hace poco más de un siglo, el 3 de agosto de 1924, fallecía Joseph Conrad a los 66 años de un ataque cardíaco. Dejaba una treintena larga de libros, entre los que se cuentan algunas de las novelas más hermosas y complejas del pasado siglo: Lord Jim, Nostromo, El agente secreto, La soga al cuello, Victoria, por citar sólo unas cuantas. Cualquiera de ellas bastaría para asegurarle un puesto de honor vitalicio en las letras inglesas, pero, más de cien años después, un puñado de páginas siguen resonando en nuestra conciencia con un eco profético y maligno, una narración breve cuyo embrujo va mucho más allá de la perfección técnica de su factura: «Heart of Darkness, acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado» sentenció Borges.
Nacido en 1857 en Berdyczew, una pequeña localidad polaca que hoy es ucraniana, Józef Teodor Konrad Nalecz-Korzeniowski siempre fue un culo de mal asiento, alguien que se sentía forastero en todas partes y que buscó en el mar, primero, una vía de escape al tedio que amortajaba su juventud, y luego, cuando decidió dedicarse a la literatura, un inmenso escenario, el gran teatro trágico del miedo, el coraje, la cobardía y todas las emociones humanas. Adoptó el idioma inglés como instrumento, evocando las traducciones de Shakespeare al polaco que hizo su padre, del mismo modo que acabó siendo oficial de la Marina Mercante británica, pero en sus travesías a lo largo y lo ancho del globo, recalando en los puertos del Índico, el Pacífico y el Atlántico, muy pronto empezó a comprender lo que se ocultaba detrás del empeño civilizador del Imperio Británico: «En su mayor parte, la conquista de la tierra no consiste más que en arrebatársela a aquellos que tienen una piel distinta o la nariz ligeramente más achatada que nosotros».
El viaje que emprendió en 1890 a bordo del vapor Roi des Belges en el río Congo supuso una toma de conciencia brutal de los horrores del colonialismo en la finca personal del rey Leopoldo II de Bélgica, lugar de uno de los mayores e infames genocidios de la historia contemporánea. «Descendió sobre mí», escribe Conrad, «una gran melancolía cuando me di cuenta de que los ideales y ensueños de un muchacho habían sido desplazados por las actividades de Stanley y del Estado Libre del Congo; por la nada santa recolección de un periodistilla sensacionalista y por el desagradable conocimiento del más vil de los saqueos en la historia de la exploración geográfica y de la conciencia humana».
Conrad, que no solía tomar apuntes ni notas, llevó un diario de su navegación de más de 1.600 kilómetros a lo largo del río Congo, aunque las cartas que escribió durante el viaje son bastante elocuentes de su estado anímico: «Siento de verdad haber venido aquí», escribe desde Kinshasa a Madame Poradowska. «En serio que me arrepiento amargamente. Todo me es repelente aquí. Los hombres y las cosas, pero especialmente los hombres. Y yo también les soy repelente a ellos». La codicia, la esclavitud, la tortura no son más que palabras. Conrad vio cabezas de nativos empaladas en postes y empalizadas hechas con miembros humanos.
El malestar de ese descubrimiento atroz se materializó en una serie de dolencias físicas —neuralgias, reumatismos, dispepsia, ataques de asfixia— que ya no le abandonarían. Supo que tenía que escribir algo sobre su descenso a los infiernos del Congo, un trayecto físico que era también una inmersión moral en las tinieblas del corazón humano. Supo, además, que el simple recuento documental de las atrocidades cometidas por los enviados del rey Leopoldo no bastaba. Para contar toda la verdad, tenía que echar mano de la ficción. Para contarla de primera mano, tenía que recurrir a su alter ego, el capitán Marlow.
En las primeras páginas de El corazón de las tinieblas, el capitán Marlow, sentado en un velero anclado en la desembocadura del Támesis, piensa en los grandes marinos británicos, en Drake y en Franklin, y de pronto murmura que Londres también ha sido «uno de los lugares oscuros de la tierra». El relato que sigue entonces sobre su experiencia en África bascula siempre entre dos polos, la luz y la oscuridad, la civilización y la barbarie, suspendidos sobre un espacio físico, el Congo, que es mucho más que un espacio físico: un abismo moral, el río infernal a cuyo término se encuentra Kurtz, el agente comercial enloquecido que los nativos adoran como a un dios y que ha perdido cualquier atisbo de compasión humana.
En mi primer viaje a Auschwitz, en medio de esos barracones desnudos que testimonian el holocausto nazi, recordé estremecido la pericia de Conrad al bautizar al abominable demonio de su novela. Kurtz tiene nombre alemán: el genocidio del Congo se había trasladado al corazón mismo de la civilización occidental, en la Polonia natal de Conrad, del mismo modo que hoy día el Congo sigue siendo un infierno inimaginable de codicia sumergido en una guerra olvidada. Cuánto estamos necesitando otro Conrad que nos despierte de nuestro sueño ilustrado, otro capitán Marlow que nos alumbre esos infiernos que no queremos ver, en el Congo, en Gaza, en cualquier parte, aunque sólo sea para descubrir que lo que nos late en el pecho es un corazón de tinieblas.
*Escritor y periodista español