MIQUEL RAMOS*
Público es
Hay un recurrente comentario alarmista sobre la derechización de la juventud y la normalización de los discursos de odio, planteando múltiples preguntas y encontrando muy pocas respuestas. Hay encuestas que nos certifican la influencia que tienen algunas ideas de la extrema derecha en los más jóvenes, y todos los analistas apuntan al papel que tienen las redes sociales en esto. El impacto que tiene el flujo constante de ideas reaccionarias en las redes es evidente, pero ni los jóvenes son tan fachas como nos dicen, ni la responsabilidad es exclusivamente de internet.
El pasado martes, la televisión pública catalana emitió un magnífico documental titulado La Xarxa Ultra (La Red Ultra) en el que se retrataba la red de creadores de contenido de extrema derecha, y cómo los jóvenes reciben esta información. David Bou, el periodista que ha estado al cargo del guion decidió tomar partido más allá de seleccionar a los personajes y explicar cómo funcionan los discursos de odio en las redes sociales contando con el análisis de varios expertos. Bou pidió a los llamados ‘fachatubers’ que probasen todo aquello que estaban diciendo, rebatiendo sus mensajes y exponiendo sus contradicciones y sus falsedades. Y entonces se vio el cartón. Acostumbrados a hablar ante sus seguidores sin que nadie les interrumpa, les interpele ni les debata, cuando se encontraron con un periodista haciendo periodismo la cosa cambió, y la imagen de seguridad que transmiten ante sus seguidores, la provocación impostada, se deshizo como un azucarillo.
El diseño de las redes sociales y de sus algoritmos facilitan que lo más provocador, lo más polémico, sorprendente y lo más agresivo sea mucho más viral que cualquier reflexión sesuda. La espectacularización de la información a la que han contribuido durante décadas las empresas de información y no pocos periodistas, ha promovido unos hábitos de consumo que contribuyen a la proyección de estos artefactos del odio. Usan la misma fórmula que los algoritmos, la emoción en vez de la razón para influir en la ideología y en la percepción de la realidad. El miedo vende más que la empatía. Las imágenes de una persecución policial en Wisconsin venden más que las de tus vecinas parando un desahucio. La realidad y lo común se construye o se destruye también en los medios. Y en ello hay una enorme carga ideológica.
La promoción del individualismo es otro de los vectores por los que se inyecta esta ideología reaccionaria. Los llamados coach y otros sinvergüenzas que abundan en redes prometiéndote que serás millonario si sigues su ejemplo o si contribuyes a su estafa piramidal son productos altamente rentables ideológicamente para el capitalismo. También los llamados ‘creadores de contenidos’ que se enorgullecen de migrar para pagar menos impuestos y cargan contra un estado opresor y una corrección política que los empuja al exilio. Todos ellos contribuyen a aislar cada vez más a los individuos, a promover el sálvese quien pueda, el si no lo haces tú, lo hará otro, y otros mantras del darwinismo social que son el lubricante para las ideas que hoy defienden las extremas derechas y que son un seguro de vida para el neoliberalismo.
Este aislamiento, que se escenifica en el individuo ensimismado ante una pantalla ajeno a su entorno, hace que la persona sea cada vez más permeable a odios y fobias en un constante bombardeo de estímulos que intensifiquen estas emociones. Esto rompe poco a poco cualquier vínculo o responsabilidad para con los demás, y restringe la seguridad tan solo a los márgenes de la propiedad privada. Un triunfo del neoliberalismo que Margaret Thatcher definió muy bien cuando dijo que no creía en la sociedad, sino en el individuo. Así se rompen los lazos sociales y se vende una seguridad que nunca es colectiva, tan solo cuando esta apela a una raza, a un género o a una identidad. Y aquí es cuando la extrema derecha es útil instrumentalizando estos miedos.
Esta propaganda reaccionaria no es nueva, pero desde hace años ha encontrado una nueva vía por la que inyectarse en el imaginario social a través de internet. Y con las nuevas redes sociales, permite llegar al público más joven usando fórmulas que enmascaran ese odio y ese prejuicio en humor o en un falso envoltorio de supuesta incorrección política. Una supuesta incorrección política que se basa en la oposición a esos derechos y libertades fruto de una conquista ideológica de las izquierdas, que abanderaron durante décadas el feminismo, el antirracismo y todas las reivindicaciones para la clase trabajadora que hoy también se intentan dinamitar o atomizar segregándola con racismo o desclasándolas desde el neoliberalismo. Esto que la derecha llama ‘marxismo cultural’ no es más que un reconocimiento al papel de la izquierda en la conquista de estos derechos. También lo llaman ‘dictadura progre’, en su versión más actual y coloquial entre la derecha canallita. Y apela al sentido común que ha asumido la igualdad, la solidaridad y el respeto a la diferencia como un valor, y no como una amenaza.
Estos consensos, al menos en el plano retórico y simbólico se han instalado en el sentido común, y es por lo que está siendo utilizado por las derechas a nivel global para vestir de irreverencia, de inconformismo y de antisistema la crítica a estos derechos y estos valores. Incluso a la eterna lucha de clases. Esa supuesta rebeldía es un traje que les viene grande, pues nunca puede haber heroísmo cuando tu batalla es contra los de abajo, los más vulnerables. Esa violencia se llama bullying. Lo valiente, lo políticamente incorrecto, es apuntar hacia arriba.
Hay una desproporción evidente en la inversión y en la incidencia que tienen los productos reaccionarios y la que tienen quienes tratan de combatirlos y proponer alternativas basadas en lo que podríamos considerar valores de la izquierda. Hay financiación millonaria por parte de la extrema derecha, como hace años admitió Steve Bannon tras arrogarse el éxito del Brexit y la victoria de Donald Trump. Y hay una complicidad evidente con esta por parte de las grandes compañías de comunicación y sus representantes, como bien lo son Elon Musk o las grandes corporaciones, nada interesadas en promocionar alternativas al capitalismo.
La preocupación ante esto, pues, está más que justificada, y no se puede negar su superioridad armamentística en esta batalla. Pero la desafección, el desconcierto y el miedo son también los mejores aliados para que el odio y del individualismo venzan. Mientras se dice que la juventud está cada vez más derechizada, observo cómo cientos de jóvenes se abrazan y forman un bloque compacto para evitar un desahucio mientras los Mossos tratan de sacarlos uno a uno y romper así toda resistencia. El fin es desalojar a varias familias de sus casas, y no hay nada más metafórico en esta historia que esta foto. Cuando alguien vuelva a generalizar sobre los jóvenes y a acusarlos de algo, acordémonos de los que ayer estaban en el barrio de El Raval defendiendo el derecho a una vivienda digna, poniendo el cuerpo y dándonos una lección a todos.
*Periodista especializado en extrema derecha y movimientos sociales, con Máster en Sociología y Antropología, es colaborador de varios medios de comunicación.