Santiago Alba Rico*
Público es
Uno de los grandes triunfos del Derecho, trabajosamente alcanzado tras siglos de luchas, fue el de romper con la ecuación pecado/enfermedad/delito, en virtud de la cual no solo se rechazaba al doliente como si fuese un criminal sino que se consideraba el crimen como una dolencia contagiosa entre las generaciones: los padres, es decir, legaban las culpas a los hijos, que a su vez las transmitían, como deudas insaldables, a sus descendientes. El Derecho, como sabemos, solo reconoce la responsabilidad individual. No puede emprender causas contra familias o colectivos: no puede juzgar a un ciudadano por lo que hizo su padre ni por pertenecer a una determinada etnia ni por profesar una determinada religión. Las leyes democráticas imponen esta restricción protectora en un mundo en el que todo se experimenta, en cambio, a través de alguna forma de comunidad, filiativa o afiliativa: nos sentimos parte de nuestra familia hasta el punto de que podemos avergonzarnos, congratularnos o sentirnos responsables de la conducta de nuestro hermano; y hacemos de tal manera propio el grupo de afinidad (partido o religión o incluso esa «comunidad imaginada» llamada nación) que nos regocijamos profundamente con los éxitos de sus componentes y nos culpabilizamos de sus derrotas. Fuera de las doctrinas jurídicas democráticas, la sociedad es un lío donde se mezclan sin parar la solidaridad y el linchamiento y donde casi siempre los hijos se sienten orgullosos de sus padres, a veces incluso de padres criminales; y donde, del otro lado, se sigue estigmatizando o marginando o despreciando a ciertos individuos por los «pecados» de sus antepasados. Ningún tribunal se atrevería a sentar en el banquillo a los hijos de Adolf Eichmann, Hans Frank u Otto Wachter, pero cada uno de ellos gestiona como puede ese legado maldito, según ilustran las obras de Gunther Anders y Philippe Sands. Del mismo modo, el hecho de que no sea delito la condición de extranjero o de negro o de musulmán o de transexual no impide el racismo y la homofobia, es decir, formas de rechazo social que conducen a la infelicidad y al suicidio de miles de personas. Frente al neoliberalismo, hay que defender los lazos sociales; frente al comunitarismo holístico hay que defender los derechos individuales.
Leyendo estos días noticias y comentarios sobre el litigio diplomático entre la futura presidenta de México, Claudia Sheinbaum, y el rey de España, pensaba en este embrollo antropológico y me acordaba de un texto clásico. Joseph de Maistre, en efecto, el más famoso y brillante de los pensadores reaccionarios, detractor feroz de la revolución francesa y apologista exaltado de la Inquisición española, escribió en los primeros años del siglo XIX (aunque fue publicado póstumamente en 1827), un Tratado sobre el sacrificio. Allí el autor aprueba, como «propio de todos los tiempos y todos los países», el «inconcebible misterio de los hijos castigados por delitos de los padres» o, con otro nombre, «la herencia feliz o desgraciada» de las generaciones. Para Maistre, cristiano taciturno, «la sociedad es una» y «la familia es una», y ello tanto en horizontal como en vertical o, lo que es lo mismo, tanto a lo largo del tiempo como en cada momento presente. Esa unidad, asegurada por el cristianismo y definitoria del ancien régime, es la que rompe la revolución de 1789, momento a partir del cual las leyes se emancipan de la religión y las familias de la estricta reproducción. La familia no es una, como quiere el pensador reaccionario, ni son los padres los dueños de los destinos de sus hijos. En la lenta conquista de derechos de los últimos dos siglos (hoy en parte amenazados), hay un momento en el que se produce una inversión ética fundamental en virtud de la cual el derecho de los padres a moldear a los hijos a su imagen y semejanza es sustituido por el derecho inalienable de los hijos (que sólo la escuela pública puede garantizar, como siempre señala Carlos Fernández Liria) a ser diferentes de sus padres. Niklas Frank, hijo de un monstruo, no solo no puede ser encarcelado por los asesinatos que cometió su padre Hans, gobernador nazi de Polonia, juzgado y ahorcado en Nuremberg; es que además tiene derecho a odiar a su padre y a vivir una vida radicalmente distinta de la suya.
De Maistre, que ve en la revolución una revuelta contra Dios y contra la sociedad misma, razona de un modo interesante, sin embargo, a la hora de sostener que «la gloria y la infamia son hereditarias» por igual. Dice así: «se suele preguntar muchas veces con poca reflexión por qué la vergüenza del crimen y del suplicio debe recaer sobre la posteridad del culpable y los mismos que hacen esta pregunta se vanaglorian poco después del mérito de sus padres y abuelos, lo cual es una contradicción manifiesta». Los que nos indignamos frente a la pretensión de juzgar a los hijos por los delitos de los padres, ¿con qué derecho nos sentimos orgullosos de nuestros antepasados? «No hay termino medio», afirma tajante el autor de Consideraciones sobre Francia: «o admitir voluntariamente la infamia hereditaria o renunciar a la gloria». En realidad de Maistre tiene razón: mis padres, ¿solo tienen que ver conmigo para lo bueno? ¿Son «míos» cuando realizan grandes acciones, ganan mucho dinero o salen en la televisión y no cuando violan o matan o prevarican o mienten? Como a de Maistre le parece natural vanagloriarse de los antepasados, exige a cambio que aceptemos, como principio, el contagio intracomunitario de los males, lo que lleva dócilmente, por ejemplo, a la defensa de la Inquisición española, que perseguía a los hijos y los nietos de los conversos por la religión que habían practicado los padres y los abuelos. Ahora bien, esta correspondencia (si me apropio los bienes tengo que asumir los males) podría servir más bien para censurar al jactancioso que para culpabilizar al inocente. Desde un punto de vista individual, quiero decir, podríamos dar la vuelta al razonamiento y considerar que lo mismo que hace injusta «la herencia de la infelicidad» hace absurda también la vanagloria familiar: los méritos de nuestros antepasados nos son tan ajenos, en definitiva, como sus crímenes. ¿Por qué no renunciar a la gloria? Este conflicto emocional cada uno lo debe gestionar como quiera o como pueda. Es verdad que necesitamos creer que nuestros padres han sido buenos y sabios y es verdad que este extraño y formidable vínculo filiativo nos lleva muchas veces al negacionismo: es el caso de Horst von Wachter, el hijo del asesino nazi Otto Wachter, incapaz de reconocer, al contrario que Niklas, los crímenes de su padre. En todo caso, ninguno de estos conflictos psicológicos cuenta para un Estado democrático, el cual solo identifica (o solo debería identificar) individuos iguales ante la ley: nadie nace nazi, aunque su padre sea Goebbels, y nadie nace vencedor del Tour, aunque su padre sea Miguel Indurain o Tadej Pogacar. Solo podríamos justificar la culpabilidad hereditaria si hubiese personas que, al revés, recibiesen una medalla olímpica o un doctorado honoris causa por el solo hecho de nacer. Pero nadie -nadie- recibe un premio oficial por su nacimiento.
¿Nadie? La familia es una, sostenía de Maistre en la lógica primitiva del ancien régime con el objeto de justificar así la ecuación sacrificial delito/enfermedad/pecado. Todos somos prolongaciones sin sutura de nuestros padres y esto, añade enseguida, «es particularmente cierto en las familias soberanas». Digamos que esto solo es cierto, de hecho, en las «familias soberanas», es decir, entre los reyes y por la razón que de Maistre apunta a continuación: porque «el Soberano cambia de rostro y nombre, pero existe siempre». O de otra forma: porque «no es este Rey sino el Rey el que es inocente o culpable», y ello hasta tal punto de que, dice, «pueden justamente discurrir siglos entre el acto meritorio y la recompensa, así como entre el crimen y el castigo». En efecto, el del rey es el único caso de una criatura que no nace como individuo sino como Rey o, valga decir, como nazi o como vencedor del Tour. Naturalmente que detrás de un monarca hay un ser humano y que entre ellos hay diferencias que dejan además su rastro en la historia, pero de ninguna otra persona puede decirse que solo existe como continuidad estricta de sus antepasados: no ha habido nada «individual» en su llegada a la jefatura del Estado (ni estudios ni carisma ni desde luego elecciones) y no hay nada «individual» en el ejercicio de su cargo, como lo indica el hecho de que, según la Constitución, ni siquiera puede cometer un delito. El rey consiste en la comunidad histórica de sangre a la que pertenece por nacimiento. Se trata, sin duda, de una anomalía en una sociedad libre en la que los hijos pueden decidir la relación que mantienen con sus padres y hasta qué punto quieren parecerse a ellos; solo el rey debe ser lo mismo que sus antepasados y, precisamente porque es rey, no tiene derecho a ser otra cosa (lo que explica, por cierto, la atracción morbosa que ejerce sobre nosotros su vida privada).
No tengo por qué pedir perdón, lo he dicho, por los delitos de mis padres ni tampoco por qué vanagloriarme de sus triunfos. Ahora bien, el caso de los reyes, como señala de Maistre, es diferente. Un Rey no es un ser individual salvo en el acto de abdicar, cuando se despoja voluntariamente de esa vestidura nominal; ha recibido el poder de la historia misma y por lo tanto, al igual que el Papa, solo existe en cuanto que miembro de una comunidad simbólica de la que es una mera manifestación provisional. El rey, porque es un símbolo heredado y no una persona viva, representa de manera inmediata, sí, y hereda sin residuos todos los actos, buenos y malos, de sus antepasados. Es la historia completa de su dinastía; es directamente Historia como una hormiga o un ratón son directamente su especie. Creo que el papa Francisco entendió muy bien el carácter de la Iglesia cuando pidió disculpas por acciones ocurridas hace siglos y en las que no estuvo personalmente involucrado. Creo que el rey Felipe VI, en cambio, demuestra no entender la naturaleza del poder monárquico cuando descarta pedir disculpas por las tropelías de la conquista de América: pretende ser un individuo, sin vínculos con el pasado de los Borbones y los Austria, cuando en realidad no posee ninguna existencia, en términos institucionales, fuera de los dos linajes de los que es descendiente.
Digamos la verdad. Es comprensible que México no haya invitado al rey de España. Y es comprensible asimismo que el gobierno español, por razones de política interna, se haya desmarcado de la ceremonia de investidura de Sheinbaum. El conflicto diplomático viene definido sobre todo por dinámicas endógenas y no tiene mucho recorrido. Pero nos interpela en cuanto que prisioneros de nuestra propia historia nacional. Sólo el rey, decimos, es culpable de lo que hacen sus antepasados. Nosotros no. No se trata, pues, ni de que nos disculpemos ni de que nos exculpemos. Hace cinco años, la carta de López Obrador no pedía reparaciones de ningún tipo; quizás sí reflexiones. Hoy la decisión de Claudia Sheinbaum y la respuesta de Pedro Sánchez no deberían preocuparnos demasiado. Mucho más preocupante es la reacción de muchos de nuestros medios, nuestros analistas y nuestros pseudohistoriadores, con sus regüeldos imperiales y su reivindicación del mal. Un rey, según hemos dicho, sí debería disculparse, pero incluso si el nuestro no lo hace, ¿esta crisis no proporciona a los españoles la ocasión, no de pedir perdón por algo que no hemos hecho, no, pero sí la de conocernos un poco mejor? ¿No podríamos aprovechar esta escaramuza para entender el papel del imperio castellano en la historia mundial y nacional en lugar de tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos hijos filiativos de los Reyes Católicos y reivindicar ofendidos la gloria de una dudosa aventura que experimentamos sin distancia, de modo íntimo y personal, como si se tratara de nuestra familia? Al igual que Wachter, necesitamos reivindicar la memoria de nuestros padres, negar sus crímenes, ensalzar sus hazañas. De Maistre insistía en que no hay término medio: «o admitir voluntariamente la infamia hereditaria o renunciar a la gloria». Pero ese es el dilema de los hijos, no de los ciudadanos de un país democrático. Al reivindicar la infamia trasmutada en gloria nos comportamos como «herederos» biológicos del pasado y, aún más, como sus prolongaciones inmanentes: renunciamos, por así decirlo, al derecho a la diferencia y al cambio.
No eran nuestros padres: no tenemos que pedir disculpas. No eran nuestros padres: no tenemos que enorgullecernos de lo que hicieron. Solo dos expedientes, en efecto, permiten defender la conquista castellana de América: uno el relativismo histórico, el otro el etnocentrismo negacionista. El relativismo resulta paradójico por parte de esos que, al mismo tiempo, mantienen viva su nostalgia y su sed de imperio; y que predican valores eternos y absolutos. Pretenden, por ejemplo, que el contexto era imperial y que, en comparación, el imperio español fue más benigno que el inglés. Esa comparación es sin duda interesante desde un punto de vista historiográfico, pero, incluso en el caso muy dudoso de que los ingleses hubiesen cometido más crímenes y de peor catadura, ningún crimen puede absolver otro crimen, al menos desde la ética democrática del siglo XXI. El contexto puede explicar a Sepúlveda, a Cortés o incluso a Lope de Aguirre, pero nuestro propio contexto nos obliga hoy a distanciarnos tanto del orgullo como del deseo de repetición.
El otro expediente consiste en invocar todas las cosas buenas que los españoles «llevamos» a América. ¿Qué nos han dado los españoles? Nos han dado a los mudos la lengua más hermosa y antigua del mundo, la que llevó a la península ibérica Túbal, nieto de Noé, cuyos hijos, a su vez, la llevaron a Grecia, donde, ya un poco degradada, dio lugar a la lengua inmortal de Homero; y que, redorada de nuevo, dio habla a los indios y a los esclavos del Nuevo Mundo. ¿Qué nos han dado los españoles? Nos han dado a los bárbaros los derechos humanos contenidos en las encomiendas y las minas, en los perros grandes y los caballos piafantes, desde cuyas monturas el hombre acorazado nos leía el Requerimiento que nos conminaba, en la lengua fabulosa que no entendíamos, a entregar de buen grado nuestras tierras a la reina castellana, so pena de muerte y destrucción. ¿Qué nos han dado los españoles? La civilización del tráfico de esclavos, la tolerancia de la Inquisición. ¿Qué nos han dado los españoles? Las universidades de un pueblo al que no se dejaba estudiar, las bibliotecas de un pueblo al que no se dejaba leer. ¡Y la viruela! La viruela, sí, cuya intención genocida nadie puede proponer en serio, pero que, junto a otras violencias premeditadas, redujo la población americana en un 90%, según distintas estimaciones. No pidamos disculpas; pensemos en qué hacer en el momento presente; pero no neguemos que la conquista imperial de América fue una catástrofe cultural, humanitaria y demográfica sin precedentes para los que vivían allí en 1492; y cuyas consecuencias duran hasta nuestros días. Siempre hay algún detalle por el que se puede salvar una obra de destrucción: a Hitler por el volkswagen, a Stalin por el metro de Moscú, a Franco por la clase media. Por supuesto, la conquista de América es inseparable del nacimiento del derecho internacional, pero de la misma forma en que los tribunales de Nuremberg son inseparables del nazismo: la obra de Francisco de Vitoria y de la escuela de Salamanca, por ejemplo, nace justamente para cuestionar la empresa imperial en América. En cuanto a los españoles, valientes y compasivos, que denunciaron sus crueldades (Montesinos, de Las Casas, José de Acosta, Motolinía, Cieza de León, Fernández de Oviedo), legitiman y glorifican el imperio castellano tanto como las denuncias de Chomsky la invasión y ocupación de Irak. Donde hay imperio hay siempre resistencia, externa e interna, pero la interna sigue siendo resistencia y no un mérito o un logro de la política imperial.
No podemos ni odiar ni enorgullecernos de Hernán Cortés: era un hombre de la Castilla de su tiempo. Hay una España que se siente hija biológica de la conquista de Tenochtitlan y necesita glorificar como hazañas todas las acciones de sus antepasados, las buenas y las malas. Y otra España que ya tiene bastante con lidiar con sus padres concretos (que discuten en la cocina) y que, hija de la democracia, nieta del estudio, prima del Derecho, quiere entender pero no repetir, quiere comunidad pero no unidad, quiere memoria pero no mitos. No somos responsables, no, de las acciones de nuestros antepasados, pero sí de decidir qué pasado nos ha traído hasta aquí y qué España queremos hoy.
* Escritor, ensayista y filósofo español