Simón García
Las consecuencias de las elecciones del 28 de julio se expresan en los resultados, que muestran la contundente victoria de Edmundo González, aspecto inmediato y fundamental.
Pero también en otros cambios que deben exponerse para observación y análisis del todo por parte de todos, porque el final de esta situación va más allá de lo que decida la sala electoral.
El 28 de julio, sin decreto, la gente optó por una transición. Y ese es el proceso que está en curso sin que podamos adivinar su evolución.
Pero en la transición se solapa un fuerte impulso de regresión contra la aspiración de un pueblo revuelto que quiere libertad, prosperidad y solidaridad.
El 28 de julio ganó un país, no una parte de él contra otra. Según Fernando Mires existen dos chavismos, el de Chávez y el de Maduro. La victoria electoral fue posible porque varios millones de seguidores de Chávez no respaldaron el chavismo de Maduro. No porque cambiaran de proyecto, sino porque sienten que el presidente no lo expresa y prefirieron castigar la pésima gestión del candidato Maduro.
Otro aspecto importante, es que se rompió el mantra autoritario de que gobierno no pierde elecciones. Un voto esperanza, no sólo hecho de descontento, pudo más que el costo de continuar viviendo una inaguantable mala situación personal y familiar. Comprendimos y aprendimos que los costos de salida y permanencia deben calcularse también en los gobernados.
Hay que insistir en resaltar el triunfo del 28 como una victoria de todos.
Una victoria que tiene sus antecedentes en una lucha que se ha mantenido, contra viento y marea, por un muy largo tiempo. Por supuesto que también hay que resaltar el inmenso liderazgo de María Corina quien ha tenido un desempeño admirable. La amplitud y moderación que aportó la candidatura de González Urrutia construyó un afortunado equilibrio perceptivo.
No es valido seguir enjuiciando a María Corina por sus actuaciones en un pasado que ha sabido superar con coraje cívico. Tampoco lo es porque existe un combate al extremismo que confunde posturas maximalistas con posiciones radicales. Esta simbiosis de significados ayudó a que por reconocimiento a las fortalezas reales del adversario, se disminuyera el perfil alternativo de la política opositora. Hoy y hasta nuevo aviso, María Corina es una dirigente radical, no una desbordada extremista.
En la otra cara del asunto, no forma parte de la cultura democrática endiosar a los dirigentes, depositar en ellos una fe ciega y ceder responsabilidades de la ciudadanía para que se hagan autónomos y vinculados por lazos puramente emocionales.
Tampoco es la hora de convertir la victoria sobre el autoritarismo dominante en el autoritarismo de quienes deben conformar, bajo la figura de María Corina y Edmundo, una dirección amplia y representativa que dirija la resistencia pacífica, democrática y constitucional que haya que asumir en las nuevas etapas.
Es momento para elevar el orgullo por la misión desempeñada; para celebrar la decisión de cambio a la fuente ovejuna, especialmente expresada en los sectores populares; de ponerse cera en los oídos y activar las neuronas ante los llamados a desistir de la vía electoral, de la organización y movilización de la gente y de la importancia de tener la ventaja de la razón para seguir construyendo fuerza de cambio, aún en condiciones no democráticas. Así ha sido hasta ahora.
Un recurso poderoso es perfeccionar la política transicional. Sin el estilo de la tomas o la dejas en su forma, con contenidos irreales o versiones que la presenten como una concesión en vez de una negociación, donde las partes se reconozcan y tengan la expectativa de ganar más o de perder menos de lo que obtendrían por formulas diferentes al acuerdo plural para una gobernabilidad con paz y estabilidad.