Enrique Ochoa Antich
Engurruñará el rostro todo idólatra del oposicionismo extremista apenas eche una ojeada al título de estas líneas, que no se tomará el trabajo de leer. Incordiados serán incluso algunos moderados que han sido inoculados por la peste extremista: sorpresas te da la vida. Pero este servidor dice lo que piensa, a riesgo de ser fusilado por enésima vez en el paredón de los fanáticos. Que mi rol sea el de un revulsivo, a ver si los instintos dan paso a la razón. Acaso de esta guisa se evite la resaca, que viene en camino. ¡Piensen, por el amor de Dios, señores de la oposición! Aparten la rabia y el rencor de sus enturbiados corazones. Entibien sus cabezas canlenturientas.
Porque, en efecto, Maduro va ganando esta larga partida por el poder, y cada día que pasa es punto a su favor, no en contra, como creen algunos ilusos.
De victorias y derrotas
Puede usted obtener una victoria electoral y, a la vez, una derrota política. «Ganaremos y cobraremos! ¡Hasta el final!» Éstas fueron consignas repetidas hasta la saciedad. Complicado «cobrar» si a quien usted espera que le «pague», usted mismo lo amenaza con cárcel. «Maduro, ven pa’cá, yo lo que quiero es verte preso». Frase memorable de la estupidez humana. La piadosa pavasada del «salvoconducto» lo dice todo. Prueba ex post facto de lo que venía. «Así iban a ser las cosas si los hubiésemos dejado ganar», rumian los chavistas-maduristas.
Uno de ellos me dijo: «Si, haciendo molinetes con una espada sobre su cabeza, se abalanza sobre mí un guerrero sañudo y airado amenazando con decapitarme, y de algún modo consigo despojarlo de su acerado estoque, ¿soy yo el criminal?» Y, mirándome a la cara con ojos vivaces, agregó: «Los chavistas tenemos madres y padres, esposas y esposos, e hijos. Si eso es con Maduro, ¿qué quedaba para nosotros?»
La historia de Maduro
Que afine su puntería el pelotón de fusilamiento. No me es dado callar. Con el Zalamea de las escalinatas, tengo el designio, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí… Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—; de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella —la vuestra.
La ética consiste en ponernos por un momento en el lugar del otro. Calcemos por un instante los zapatos de Maduro.
El legado de su antecesor fue la mayor devastación económica de que se tenga memoria. Enfrente, una oposición avorazada y encabritada. «En seis meses te avisamos como hemos de desalojarte del poder», es lo primero que le dicen. Sin un año de tregua: desconocimiento de resultados, protestas sangrientas, conatos golpistas, atentados, sanciones y bloqueo, confiscaciones de activos, amenazas de intervención militar extranjera, recompensas por su cabeza y las de sus conmilitones, mercenarios en la playa de Macuto, juicios internacionales. Cuando propuso acuerdos, fue repudiado. Orden imperial impartida mediante una llamada telefónica. Lacayuna la pleitesía del respondiente.
¿A quienes capitanearon todo este desenfreno alucinante, que le prometían cárcel, o a lo sumo un inquietante exilio, iba Maduro a entregar las llaves de palacio, envueltas en celofán y con lazo arriba? Hay que ser ingenuo, o necio, para siquiera suponerlo. Se dijo antes: búsquese un candidato que cuente con la aquiescencia de los mandamases del poder. No se nos escuchó. Ahora no se quejen.
El partido-Estado
Es el otro legado de su paredro. Instrumento útil para darle cara a quien, amenazante y furioso… o furiosa, quería sacarlo del poder sin acuerdo previo ni garantía de ningún género. «Cárcel, Maduro, cárcel». ¿No iba a echar mano de él? ¿Tiene algún escrúpulo democrático quien cree que la revolución (por ficticia que sea) lo vale todo?
Como el haz de flechas de la Falange franquista, en su puño de acero se amalgaman todos los Poderes con el partido. Legisladores, fiscales, contralores, jueces, militares, policías, secretarios: todos «comisarios políticos» del partido-Estado. Es este sistema, que tiene códigos y reglas particulares que no pertenecen a la panoplia de la democracia liberal, el que ha de regir los destinos de la nación por algunos años más, mientras la oposición verá menguar sus fuerzas como tantas, tantas, tantas otras veces. Con él hay que entenderse, si se quiere cambio. O los derrocas a la fuerza (si es que la tienes) o persuades a sus capitostes de las transformaciones que hay que acometer.
La sentencia y la legitimidad
El régimen de partido-Estado carece de legitimidad constitucional desde 2006 en adelante, cuando comenzaron a sentarse sus bases. Es de facto y no de iure que se ha impuesto su discutible legalidad. Pero es, y los opositores no deberían olvidarlo.
El régimen de partido-Estado tiene una legitimidad diferente a ésa que llaman de origen. Me atrevo a decir que es una legitimidad en sí, que se reproduce a sí misma: el poder, el orden, la paz. La sentencia de la Sala Electoral que hace perder los estribos a tanto opositor exaltado no es sino un derivado lógico de este dispositivo institucional que enuncio aquí. ¿A alguien le extraña que se haya producido? ¿En serio?
Entonces usted puede rechazarla pero la acata (aunque tenga el prurito de ahorrarse la expresión)… o coge pa’l monte. Con otras palabras: juega con las reglas de este régimen de partido-Estado o se pone al margen del tablero. Les deseo suerte a quienes escojan la segunda opción.
La apertura política
El gobierno del PSUV, hegemón del sistema de partido-Estado, también se halla en una encrucijada. Puede serle tentador pretender perpetuar su poder haciendo uso exclusivo de la fuerza. Más represión. Más presos. Más asesinados. Más torturados. Menos libertades. Más aislamiento internacional. Menos intercambio económico y comercial. Menos oportunidades de gestión. Menos soberanía nacional. Más hambre. Más pobres.
Debe ser triste estar en el poder para pasarse los días con una sola ocupación en mente: no ser desalojado de él.
Pero tiene otra opción. Audaz aunque no temeraria. Comenzar a desarmar el régimen de partido-Estado. Constitucionalizar los Poderes. Constitucionalizar las instituciones. Pluralizar el poder. Asegurar la representación proporcional estricta de las minorías. Liberar a los presos políticos. Amnistiar a todos quienes hayan cometido delitos por razones políticas en un lado y otro. Conformar un gobierno de unidad nacional más allá de la política, pensando en la sociedad civil.
Para que esto sea posible, se requiere una oposición. Una que lo sea de veras, no que simule serlo. Pero que, además, sepa inteligenciarse con quienes detentan el poder. Para lo que se requiere de un cambio de estrategia: persuasión y no desafío.
Desperdiciada la ocasión del 28J para trascender y desatrancar el juego de la política y sacarnos del pantano, Venezuela entra en un nuevo estadio político mucho, mucho más complejo. Si unos y otros no procuramos empinarnos sobre nosotros mismos, con algo de grandeza y generosidad de espíritu, nos condenaremos a repetir una y otra vez los mismos episodios de enfrentamiento y destrucción casi copiados al carbón uno de otro, mientras el país se nos deshace entre las manos.
Pero este oscuro destino no es fatal. Es posible pactar y acordarnos. ¿Acaso no somos todos hijos de la misma patria? Sí, lo somos. Entonces actuemos en consecuencia.