NINA L. KHRUSHCHEVA*
Project Syndicate
Los líderes que afirman tener misiones divinas son líderes que buscan aumentar su poder y extender su mandato, idealmente de manera indefinida. Vladimir Putin ya ha logrado ese objetivo, y Narendra Modi y Recep Tayyip Erdoğan han ido en la misma dirección, pero Donald Trump podría representar la apoteosis del populismo religioso.
Cuando la Unión Soviética se derrumbó y el comunismo global retrocedió, muchos esperaban que los días en que los líderes autoritarios cultivaban “cultos a la personalidad” habían terminado. Habíamos llegado al “ fin de la historia ” y la democracia liberal había ganado. Las transiciones regulares y pacíficas del poder entre funcionarios elegidos democráticamente serían la norma, y nadie se atrevería a afirmar que es infalible, y mucho menos divino.
En la URSS, el comunismo podía ser la única “religión”, y si el comunismo era ateo, concluían sus oponentes, el antídoto debía ser el cristianismo. El primer presidente postsoviético de Rusia, Boris Yeltsin, comunicó su espíritu democrático en parte al declararse cristiano. Con ello, Dios, no Lenin, se convirtió en la medida de las aspiraciones no dictatoriales de los líderes postsoviéticos.
Pero el actual presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha dado un giro radical a este planteamiento, llevando la piedad postsoviética al nivel evangélico para servir a sus fines dictatoriales. Durante una visita a Estados Unidos en 2002, las entusiastas palabras de Putin sobre cruces y milagros convencieron al presidente George W. Bush –un cristiano renacido– de que el ex teniente coronel de la KGB tenía “corazón y alma”.
El problema de los líderes abiertamente religiosos es que a menudo tratan de imbuir las decisiones temporales del absolutismo de su fe. Esto es un riesgo incluso en una democracia: cuando Bush se reunió con Putin, estaba librando una especie de cruzada en Afganistán y había calificado a Irán, Irak y Corea del Norte de “eje del mal”, un llamado a las armas disfrazado de jeremiada. Pero a medida que las guerras de Bush se multiplicaron y se prolongaron, su capacidad para convocar a los fieles disminuyó y las nuevas elecciones trajeron la esperanza de un liderazgo mejor y menos dogmático.
La Rusia de Putin no tiene tanta suerte. A diferencia de Bush, Putin tiene el poder de imponer su fanatismo como le parezca, y las elecciones organizadas por el Kremlin en Rusia son poco más que un ritual de adoración.
Si bien Rusia no es una teocracia, el cristianismo ortodoxo, la religión del Estado, se ha vuelto casi tan abarcativa como lo fue en su momento el comunismo. Por ejemplo, los funcionarios estatales pueden cancelar una exposición de anatomía simplemente porque podría “insultar los sentimientos de los fieles”. Y cuando Putin despotrica contra Occidente, a menudo destaca su “decadencia”. Rusia –una “civilización distinta” con vínculos históricos con el Imperio bizantino– debe liderar la defensa de los “valores tradicionales” como la heterosexualidad y la familia nuclear .
Putin no se proclama divino, pero habla en nombre de Dios. Los secretarios generales soviéticos eran descendientes de los profetas de la fe: Lenin, Marx y Engels. Putin es una encarnación moderna de los santos zares, especialmente Pedro el Grande y Catalina la Grande, los emisarios de Dios en la Tierra. No es un fanático, sino un hombre de destino, excepcionalmente calificado para emprender una cruzada sagrada.
Putin lleva mucho tiempo cultivando esta imagen. En 2007, un grupo de seguidores de la Iglesia Ortodoxa Rusa fundó una nueva secta basada en la creencia de que Putin es la reencarnación del apóstol Pablo, que regresa para luchar contra el anticristo. En la década de 2010, Vladislav Surkov, uno de los asesores más cercanos de Putin, declaró que era un “caballero blanco” enviado por Dios para salvar a Rusia. Y después de la invasión a gran escala de Ucrania en 2022, las referencias a Dios –y a la conexión especial de Putin con él– dominaron las ondas de radio oficiales.
Se podría argumentar que no hay nada inusual o particularmente problemático en invocar la fe para consolar o motivar a la gente en tiempos de crisis; incluso Stalin abrazó la Iglesia Ortodoxa durante la Segunda Guerra Mundial: la gente estaría más dispuesta a apoyar la lucha si creyera que Dios estaba de su lado. En cambio, Putin utiliza la religión para justificar la creación o el agravamiento de las crisis.
Putin no está solo hoy. El primer ministro indio Narendra Modi, por ejemplo, declaró a principios de este año que se había “consagrado por completo” a Dios, que lo había enviado “con un propósito”. Aunque el culto a la personalidad de Modi no logró que su partido nacionalista hindú Bharatiya Janata obtuviera una mayoría en las recientes elecciones generales (la democracia de la India no ha seguido del todo el camino de la rusa), sigue siendo el líder electo más popular del mundo.
El presidente turco Recep Tayyip Erdoğan –otro autócrata con ropaje democrático– ha utilizado la religión de manera similar, como en 2020, cuando declaró la emblemática basílica bizantina de Estambul, Santa Sofía, una mezquita. Algunos de sus acólitos afirman ahora que fue “enviado por Alá” como una esperanza para los musulmanes. Desde que el Partido de la Justicia y el Desarrollo de Erdoğan sufrió una rara derrota electoral en abril, Erdoğan ha redoblado la apuesta por la religión, por ejemplo impulsando cambios en los programas escolares para enfatizar los estudios religiosos y promover los “valores nacionales”.
Luego está Donald Trump, el “Jesús naranja” de la derecha radical estadounidense. Puede que Trump no conozca ningún versículo de la Biblia, pero sí sabe cómo avivar el fervor religioso para unir a su base. Y para los partidarios de Trump, ninguna afirmación es demasiado extraña. En 2021, por ejemplo, cientos de teóricos de la conspiración amantes de Trump se reunieron en Dallas, Texas, para la segunda venida no de Jesús, sino de John F. Kennedy, Jr., quien creían que se convertiría en vicepresidente cuando Trump fuera inexplicablemente reinstalado como presidente.
Los líderes que afirman tener misiones divinas son líderes que buscan aumentar su poder y extender su mandato, idealmente de manera indefinida. Putin ya ha logrado ese objetivo, y Modi y Erdoğan han estado marchando en la misma dirección. Pero Trump podría representar el peligro más grave. No se puede ignorar la posibilidad de que, si gana la presidencia en noviembre, Estados Unidos no celebre elecciones en 2028.
*Nina L. Khrushcheva, profesora de Asuntos Internacionales en The New School, es coautora (con Jeffrey Tayler), más recientemente, de In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones (St. Martin’s Press, 2019).