Editorial de El País (España)
Donald Trump será de nuevo presidente de Estados Unidos. Esta vez no es una casualidad ni consecuencia del arcaico sistema electoral estadounidense. Trump se ha impuesto de manera contundente en Estados tradicionalmente demócratas y además, por primera vez, ha ganado en apoyos totales en el país, con cinco millones de votos más que Kamala Harris. Con los datos disponibles ayer, el trumpismo no crece. De hecho, baja ligeramente, pero arrasa ante la debacle demócrata.
El mensaje del electorado es inequívoco: Trump es parte del sistema político estadounidense. El racismo y la misoginia son argumentos válidos para la mitad del país, y la amenaza de autocracia no es un argumento disuasorio para esa parte de los votantes. La señal es demoledora no solo para la otra mitad de Estados Unidos —que pensaba que era el momento de una mujer presidenta y de pasar página de un personaje destructivo— sino también para el resto de las democracias occidentales.
El desarrollo de la campaña y todo lo que rodea a este nuevo Trump, que a los 78 años será el hombre de mayor edad en llegar a la presidencia, hacen temer legítimamente tiempos oscuros para quienes creen que la democracia solo sobrevive si las instituciones y la ley se ponen por encima de los caprichos personales de los gobernantes.
A diferencia de 2016, Trump llega a la Casa Blanca sin contrapesos en el Partido Republicano, sin la necesidad de ocupar los puestos clave con profesionales de la Administración como militares o diplomáticos y rodeado de una cohorte extravagante de negacionistas, multimillonarios y racistas paranoicos a los que ha prometido entregar la dirección de la política estadounidense. Es el triunfo de la desinformación cabalgando sobre un malestar real que tiene muchas causas y que la extrema derecha ha sabido detectar como nadie.
Especialmente grave en esta situación es la victoria de los republicanos en el Senado y la muy probable ampliación de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes. El control de Senado, ya sin senadores republicanos incómodos que veían a Trump como alguien ajeno a los principios del partido, le permitirá hacer nombramientos sin límite, lo que puede transformar por completo el mapa judicial, incluido el Tribunal Supremo. La mayoría reforzada de conservadores que nombró Trump en su primer mandato eliminó la protección del derecho al aborto. La derecha religiosa no oculta que su objetivo es hacer lo mismo con otros derechos civiles que EE UU da por sentados.
En la Cámara de Representantes, la nueva mayoría está llamada a acabar con las disensiones internas. Si algún republicano tenía dudas sobre el poder de Trump, desaparecieron este martes. Desde el próximo 20 de enero, todo el poder de Washington es para el trumpismo. “América nos ha dado un mandato poderoso”, dijo Trump al proclamarse vencedor antes de que finalizara el recuento. Entre las claves inmediatas que explican su triunfo están la ansiedad económica de la clase media, pero también el papel de las redes sociales y la desinformación descontrolada, que ha destruido el discurso público común. Además de la respuesta reaccionaria al avance de la igualdad de género.
En el plano internacional, el impacto de estas elecciones será también duradero y profundo. En Washington se sentará un hombre que ha declarado su admiración por autócratas como Vladímir Putin y Xi Jinping y que es admirado a su vez por los populistas europeos. Trump se declara un pacifista que quiere evitar la implicación de EE UU en más guerras, pero su intención es resolver los problemas mundiales en charlas de café con Putin, que a todos los efectos habrá ganado su apuesta por un mundo en el que las potencias nucleares se repartan territorios. En Oriente Próximo, Benjamín Netanyahu tendrá un aliado crucial para intentar neutralizar a Irán y expandir de forma irreversible el poder de Israel sobre el territorio que lo rodea, donde ya está inmerso en una guerra de devastación sobre Palestina.
La victoria de Trump traslada el mensaje de que la antipolítica es un camino plausible para las democracias. Durante al menos 60 años, Occidente ha actuado como si la democracia liberal no tuviera marcha atrás, como si las instituciones solo pudieran fortalecerse y los derechos de las personas ampliarse de manera inevitable. Estados Unidos, el país que inventó la democracia que copió el resto del mundo, nos acaba de decir que puede no ser así.
El currículo de Trump en este sentido no deja margen de interpretación: como presidente puso toda la Administración a su servicio personal, ha prometido perseguir judicialmente a sus rivales políticos —a los que denomina el “enemigo interior”— y trató de dar un autogolpe de Estado que todavía defiende sin rubor.
La derrota de Kamala Harris es desoladora para quienes creen que la democracia tiene unos márgenes de actuación, independientemente de las ideologías. Estados Unidos no ha votado solo a Trump, ha votado por el fin de una época en su democracia y el principio de otra, que nace rodeada de señales tenebrosas y nos arroja a la incertidumbre. Y ante la que no hay tiempo que perder para pensar cuál es la mejor manera de enfrentarla.