JUAN TORTOSA*
Público es
Durante el suspense que hemos vivido en los últimos días me lo he preguntado bastantes veces: ¿en qué momento se jodió el periodismo? ¿Cómo es posible que nos hayamos empeñado tan a fondo en ir destruyendo la credibilidad de nuestra profesión hasta perderla casi por completo?
Un determinado juez de Madrid decidió el pasado miércoles abrir diligencias contra Begoña Gómez, la mujer de Pedro Sánchez, porque una organización fascista presentó una querella basada en datos, buena parte de ellos falsos, aparecidos en distintas publicaciones digitales, entre las que citan a Voz Pópuli, Libertad Digital, ESdiario o The Objective.
«Verifica, contrasta y redacta la información solo si estás seguro de que, una vez publicada, nadie te la podrá rebatir». Así nos enseñaron a hacer periodismo. A mí y a muchos de quienes ahora forman parte de algunos de los medios que acabo de citar. ¿Qué nos ha pasado? ¿Era necesario caer tan bajo, desprestigiar tanto un trabajo que consiste sencillamente en contar historias para ayudar al lector, al oyente o al espectador a entender mejor las cosas que pasan?
¿En qué momento empezó esta deriva? Hay quien la sitúa en el 11 de marzo de 2004, aquel momento canalla pilotado por Aznar y Pedrojota en el que se atribuyeron a ETA los atentados de Atocha, pero yo creo que fue antes, que la cosa viene de cuando un grupo de santones del oficio periodístico se conjuró el verano de 1993 en Marbella y crearon una asociación que en el mundillo se conocía como «sindicato del crimen». Su objetivo era echar a Felipe González del Gobierno cuanto antes. ¡Felipe González, quién lo diría hoy!
Fue por entonces cuando empezó a prostituirse (más) el concepto de «periodismo de investigación»; en muchos medios solía existir siempre alguien que de vez en cuando aparecía por la redacción con «jugosas» exclusivas cuyo único mérito para obtenerlas consistía en comer y beber con miembros de las cloacas que los utilizaban para filtrarles información interesada. Información que solía beneficiar casi siempre a los mismos (los herederos del franquismo sociológico y económico a quienes la Transición había permitido continuar copando parcelas estratégicas de poder) y perjudicaba casi siempre también a los otros mismos (partidos de izquierdas o de presuntas izquierdas cuyas políticas para combatir la desigualdad y la injusticia incomodaban a los primeros).
Este infame microclima, que contribuyó a degradar el ejercicio de la profesión periodística en España a medida que iban pasando los años, aceleró su capacidad para crispar los ánimos cuando en Estados Unidos apareció una cadena televisiva llamada Fox decidida a mentir todo lo que hiciera falta hasta conseguir aupar a otro mentiroso profesional, Donald Trump, a la Presidencia de aquel país en 2016. No tardamos aquí en importar aquellas maneras de «trabajar» hasta llegar, degenerando cada día un poquito más, al momento en que nos encontramos ahora.
Aunque ya existían precedentes (el caso en 2011 de Antonio R. Torrijos, teniente de alcalde en el Ayuntamiento de Sevilla, por ejemplo), el hecho de que la Policía elaborara informaciones falsas sobre un político, se las pasara al directivo de un medio, este se apresurara a difundirlas sin contrastarlas antes y eso sirviera a un juez para empurar a quien había sido colocado en el punto de mira es algo que empezó a ser práctica común sobre todo desde la aparición en escena de Podemos, allá por 2014. Fueron diez años de vergüenza hasta que consiguieron destrozar a este partido y arruinar la vida personal a muchos de sus miembros.
De manera similar ha actuado la caverna contra políticos y partidos independentistas. Se trataba entre otras cosas de enviar recados bien claritos a esa pata del bipartidismo llamada PSOE para ver si así los socialistas entendían el mensaje y se abstenían de frecuentar lo que para el fascismo siempre fueron «amistades peligrosas».
Probablemente Sánchez debía de pensar que con la Presidencia del Consejo de Ministros y el Boletín Oficial del Estado tenía suficiente. Ya ha comprobado que parece que no. Que haya jueces, fiscales, militares, policías y funcionarios varios manteniendo viva la semilla del franquismo es intolerable, pero puede entenderse, dado que en cuatro décadas ningún político en el poder se ha propuesto con firmeza acabar con el huevo de la serpiente. Pero lo del periodismo me cuesta más trabajo asumirlo.
¿Era necesario convertir a las televisiones en cañones antigubernamentales disparando sin parar? Los predicadores matinales de las radios ¿a qué demonios aspiran? ¿Por qué no podemos ser el país moderno, pacífico y civilizado que nos merecemos? ¿Por qué el periodismo, sin perjuicio de mantener un estricto control del poder como es nuestra obligación, ofrece en general tan pocas informaciones de servicio público, de interés general? ¿Por qué se permite la existencia de medios que dedican generosos presupuestos a hurgar en la vida privada de los políticos menos moldeables, poner en circulación datos falsos sobre ellos o sus familiares y conseguir así quitarles la paz y arruinarles la vida? Son pasquines o panfletos, no medios de comunicación, pero ahí están, bien mimados y mejor subvencionados por la derecha ultra y la ultraderecha.
El tiempo de silencio del presidente ha propiciado que hayamos escuchado, dicho e incluso escrito bastantes tonterías, es verdad, pero estos días de suspense cinematográfico también han contribuido a que según quiénes nos hayamos replanteado ciertas cosas. Puede que en el mundo del periodismo nos encontremos en un momento oportuno para decir de manera contundente —o gritar, ¿por qué no?— que «¡hasta aquí hemos llegado!»
*Periodista español