Juan Carlos Monedero*
Público es
Igual que un, con justicia, afamado escritor publica una implacable columna cuando empieza cada año ese escaparate de tortura y arte antiguo que es la Feria de San Isidro, cada 12 de octubre hay que volver a lamentar una fiesta nacional, noticia siempre porque la España que embiste aprovecha para berrear y orinar en los setos patrios a la sombra de la bandera. Fiesta nacional que, lejos de unir a España y al mundo hispánico en una celebración jubilosa, se convierte en una fuente desbordada de desencuentros y aguas estancadas.
Con el agravante de que, cada año, son más quienes cuestionan que el día nacional de España sea el 12 de octubre, jornada en donde una expedición pagada por la corona castellana y capitaneada por el genovés Cristóbal Colón puso pie en la isla de San Salvador (hoy isla de Waitling, perteneciente a las islas Bahamas británicas), con lo que empezó la colonización del continente, la imposición de la lengua y la religión, la muerte de millones de seres humanos y el saqueo de buena parte de sus riquezas sacadas en barcos cargados de oro, plata, perlas y cacao .
Alejados de los imperios de ayer y de los de hoy, los gobiernos progresistas latinoamericanos han recuperado la memoria ocultada de los pueblos originarios, y de esa mano cobriza han ido cuestionando un suceso al que se empezó llamando «descubrimiento» y ha ido deslizándose, de eufemismo en eufemismo hasta la actual denominación, menos maquillada, de «conquista», «invasión» o «resistencia indígena»
Como toda acción genera una reacción, el gobierno de José María Aznar, quien decidió entregar España al eje atlántico metiéndonos en la guerra de Irak para que le dejaran poner los zapatos y sus pies dentro sobre una mesa en un rancho de George Bush, pagó a historiadores y publicistas para que cuestionaran la «leyenda negra» de la conquista española. Qué duda cabe de que franceses e ingleses tuvieron un gran interés en ahondar en esa leyenda negra, para que se notasen menos las suyas, pero es evidente que los súbditos de los reyes católicos, de Carlos I, Felipe II y demás monarcas de la casa de los Austrias, hasta llegar al Borbón Fernando VII que perdió el imperio, infligieron algún que otro daño en el continente, del que, además, se beneficiaron.
Porque no se trata solamente de que las enfermedades diezmaran a esos pueblos, sino que con la cruz y la lengua se llevó la espada, se mató a los desobedientes, se esclavizó a los indígenas en minas y encomiendas, se violó a cuanta mujer apetecieron y creo una estructura social basada en la raza que continúa a día de hoy segregando a los pueblos originarios. Y por si no bastara, se llevaron a africanos robados de sus tierras para sustituir a los indios muertos. La realeza y aristocracia españolas, junto a muchos hombres de negocios se enriquecieron en las indias gracias a la esclavitud. El académico Arturo Pérez Reverte ha hablado de que no ha lugar a disculpas, igual que no hay que pedir perdón por la romanización. No es buena comparación, pues lo que pretendemos ser en Europa, individuos con plenos derechos reconocidos como sujetos de dignidad, viene de esa cultura y es un logro. Sin olvidar, además, que los pueblos bárbaros terminaron ganando la batalla europea. No hay herencia de Roma que castigue hoy a nadie, y no tienen ventaja más allá del turismo, que no deja de tener también su parte de castigo.
Sin embargo, hoy, en las calles de Ciudad de México, de Caracas, de Quito, de La Paz, de Tegucigalpa o de Lima, se ven los efectos permanentes de aquella sociedad de clases basada en la «pureza de la sangre» que segregaba en matrimonios y cargos administrativos y militares. Ésta nació contra judíos y moriscos antes de la conquista y no se abolió hasta la tardía fecha de mayo de 1865. El racismo está en el ADN de la modernidad europea.
La organización colonial estratificó con duras jerarquías las sociedades latinoamericanas en virtud de la cercanía o lejanía de la raza europea y el color de la piel. Después del mexicano Benito Juárez, el primer presidente indígena del continente, ha tenido que esperarse al siglo XXI para que un indígena aymara, Evo Morales, pudiera ser Presidente de Bolivia. Y como ocurrió en su momento con la elección de Obama en los Estados Unidos, se despertó la bestia del racismo y el golpismo. No olvidemos que los que redactaron la Constitución de EEUU tenían esclavos en sus plantaciones, igual que la golpista Jeaninne Yañez entró en el palacio de gobierno tras el golpe contra Morales blandiendo la Biblia y renegando de los «salvajes».
Al ser toda obra de civilización «una obra de barbarie», lo oculto enraizado en la vida emerge por las grietas, igual que la selva se come las carreteras como una serpiente hambrienta. Al lado del hermoso Zócalo de la Ciudad de México y su imponente catedral están los restos de Tenochtitlan, su pasado azteca, el templo mayor, la piedra de sol y todos los vestigios de una civilización que, en el siglo XVI y al margen de los arcabuces y los caballos, estaba más desarrollada que la de la península ibérica.
El pasado no se puede desanudar, pero sí escribirse conjuntamente. Esa ha sido la propuesta del ex presidente López Obrador, desdeñada por una monarquía signada por la corrupción y un gobierno socialista signado por su falta de compromiso con la república. El error es mayúsculo, pues América Latina está yéndose con los BRICS, al lado del 85% de la humanidad, mientras que Europa, entregada a la decadencia de los EEUU, pertenece a ese 10% que se está quedando solo aunque tengan la ONU, la OMC y el FMI, atalayas desde las que pueblan al planeta con guerras, contaminación, calentamiento global y soberbia.
Cada vez hay más españoles cuyo origen es latinoamericano, y que no van a ver con buenos ojos que en su fiesta nacional tenga que celebrar una gesta que, sin duda, fue grandiosa -como las de Napoleón, César o Alejandro Magno, todos genocidas-, y también terrible, de manera que su daño no puede taparse con un dedo ni con banderas cada vez más grandes porque su significado es pequeño.
El 12 de octubre no nos une ni siquiera a todos los españoles. Ya hemos planteado en otras ocasiones la posibilidad de cambiar la fecha y celebrar el nacimiento de Cervantes, que es el coloso de una lengua en la que se expresan Lorca y Neruda, Valle-Inclán y García Márquez, Leila Guerriero y Vázquez Montalbán, Alejo Carpentier y Miguel Hernández, Luis Britto y Antonio Machado (como he planteado alguna vez, el castellano también es una lengua catalana, ya que Joan Boscà i Almogàver (Barcelona, 1492 – Perpiñán, 21 de septiembre de 1542) fue el introductor del verso endecasílabo en castellano). Tampoco estaría mal el 2 de mayo, que, aunque sea fiesta madrileña, convoca a todos los que se levantaron, principalmente el pueblo, contra la invasión napoleónica, momento que, además, permitió la independencia latinoamericana.
El 12 de octubre sólo hace vibrar entusiasta a la caspa que grita «¡Viva el rey!» con el mismo tono que dirían «¡Me duelen las almorranas!» o «¡Te voy a machacar, gilipollas!» o «¡A por ellos ellos, oe, oe, oe!», siempre tan finos y con esa necesidad tan hispánica de cargarte a algún compatriota para sentirte español de casta. Otro día de celebración nos uniría, de verdad, con nuestros hermanos y hermanas latinoamericanos, en una decisión tomada entre libres e iguales. Algo que es casi imposible mientras tengamos una monarquía que necesita súbditos.
Mientras sigamos teniendo monarquía, ese acercamiento entre pueblos que nos sentimos hermanos seguirá esperando. Pero en la espera no desesperen vuesas mercedes, que los poetas nos dejaron dicho que «el vano ayer engendrará un mañana» donde podremos olvidar el 12 de octubre entendido desde la soberbia, que será señal de que habremos dejado también atrás esa «España inferior que ora y bosteza» y no habrá necesidad de seguir recitando que «De todas las historias de la Historia/ la más triste sin duda es la de España/ porque termina mal».
*Politólogo, político, profesor universitario y presentador español, exdirigente de Podemos.