Jorge Gómez Jiménez
Estimados organizadores de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, directivos de la Universidad de Carabobo, representantes de organizaciones dedicadas al libro, autoridades de la ciudad de Valencia; estimados editores, libreros, correctores, ilustradores, traductores, bibliotecarios, promotores de lectura, estudiantes, jóvenes y chamos de todas las edades que nos acompañan; estimados invitados internacionales; estimados colegas escritores, estimados lectores:
Bienvenidos todos a esta fiesta de reencuentro familiar. Desde los puntos más distantes del país, y muchos desde más allá de nuestras fronteras, quienes vivimos por y para el libro nos hemos dado cita hoy aquí en Valencia para celebrar con quienes reconocemos como nuestros hermanos. El hogar común que es la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo nos acoge en este rito anual de la creación, la lectura, el diálogo y los valores ciudadanos inquebrantables que nos mantienen en pie ante la injusticia y la arbitrariedad. Demos gracias por ello. Yo doy gracias. Doy gracias por esta familia hermosa que nos une y, huelga decirlo, doy gracias por haber confiado en mí para esta gran responsabilidad que implica ser el pregonero de un evento de esta magnitud.
Cuando recibí, y debo decir que la recibí con gran emoción, la noticia de que había sido designado pregonero de la feria, esa palabra, pregonero, resonó en los ámbitos más remotos de mi memoria. Mi papá, Jorge Gómez Blanco, era periodista, pintor y poeta, y en 1975 fundó en mi Cagua natal el semanario El Tabloide, periódico que aparecía los miércoles con las noticias, la opinión y el devenir de esa pequeña ciudad que, en muchos aspectos, no dejaba de ser un pueblo amante de las cosas sencillas y de las casas con zaguán y de las tertulias en la plaza. Como todo periódico, el de mi papá se vendía en los quioscos, pero también tenía una plantilla de chamos, los pregoneros, que llevaban por las calles el pregón semanal de cada nueva edición.
Cierto día, después de hablarlo con mi mamá, Carmen Jiménez, mi papá me propuso convertirme en pregonero del periódico y yo, por supuesto, acepté. El miércoles siguiente, al llegar de la escuela, recibí mis cincuenta ejemplares y mi franela con el vistoso logotipo de El Tabloide, y me lancé a las calles voceando el nombre del periódico. Con un sentido de la orientación que ya quisiera conservar hoy en día tracé una ruta que no dejaba calle sin recorrer y que cubría en un tiempo aceptablemente breve. Aprendí a sacar cuentas como la mejor calculadora y a dar el vuelto sin equivocarme, y pronto los vecinos de mi sector, donde no había quioscos, se acostumbraron a que cada miércoles Jorgito les llevaría su ejemplar correspondiente. Aquellos eran tiempos sin maldad, incluso para un niño solo en un laberinto de calles. Conservo con orgullo laboral el recuerdo de que rara vez se me quedaron periódicos fríos. Y lo mejor es que cada semana me ganaba con mi trabajo veinticinco deslumbrantes, contantes y sonantes bolívares.
En 1980 un niño de nueve años con veinticinco bolívares en el bolsillo era un magnate. Era un buen dinero que no había tenido que pedirle a nadie, que me lo había ganado pateando la calle y entonando el nombre del periódico como una canción. Era un dinero, además, que podía gastarme en lo que quisiera. Así que cada miércoles, al cumplir mi recorrido, guardaba esa plata en una cajita y la mantenía allí hasta el sábado, cuando me iba caminando hasta el centro justamente para eso, para gastármela en lo que quisiera.
Sería bonito decir aquí que me la gastaba en libros, pero para qué voy a mentir. Yo era un niño normal; el dinero me lo gastaba en chucherías, en refrescos, en suplementos, en revistas de pasatiempos y poco más. Reuní toda la colección de Kalkitos y llené cuanto álbum de barajitas salió por aquellos años. Por otra parte, comprar libros no entraba en la órbita de mis prioridades. La razón es que mis padres tenían una enorme fortuna. Una incalculable, generosa, ancestral y luminosa fortuna.
La fortuna de mis padres era una biblioteca en la que había de todo. Desde el Diccionario enciclopédico Sopena, en el que aprendí que las letras con las que escribía en la escuela eran sólo uno de los miles de alfabetos que habían existido, hasta las infaltables novelitas de Salgari y Julio Verne en ediciones ilustradas. Había una colección alucinante que igual hablaba de mitología griega como de la historia de la navegación o de una princesa que se mantenía con vida contando historias. Estaba también El Cojo Ilustrado, en su bella e inmanejable edición empastada e impresa en glasé que tenía desde el primer ejemplar de 1892 hasta el último de 1915, o esa colección de historia de Venezuela que lucía en su espalda, como una capa gloriosa y heroica, el cuadro de la batalla de Carabobo de Tovar y Tovar.
Como toda biblioteca que se precie, la de mis padres crecía y crecía misteriosamente. Y siguió creciendo hasta que mis padres se dieron cuenta de que ya no había dónde guardar los libros. Fue necesario entonces comprar unos enormes estantes que iban del piso al techo, con vidrios corredizos cuya función era mantener a raya el polvo, aunque la verdad es que pasaban más tiempo abiertos que cerrados, pues ya se sabe que el llamado de la lectura acalla cualquier tentativa de orden, pulcritud o simetría.
Mi arribo al liceo terminó con mi callejero y noble oficio de pregonero, básicamente por cuestiones de horario, ya que veía clases en la mañana y en la tarde. Descubrí entonces que la biblioteca podía ser no sólo mi campo cotidiano de juegos, sino también la llave maestra para internarme por los caminos que me señalaban mis profesores. Cuando en castellano me mandaban a leer una novela, yo sabía que ya la tenía en la biblioteca. La geografía, la historia, la educación artística, todo, todo había estado esperándome allí desde siempre. Y cuando, a finales de aquel año de 1982, la vida nos mostró que puede ser también tragedia, la biblioteca me cobijó y se convirtió en mi refugio.
El 3 de diciembre mi papá se mató en un accidente de tránsito. Tenía 34 años y yo once. El periódico siguió saliendo, conducido por mis tíos paternos y por mi mamá. Cuando cumplí los doce años, comencé a pasar parte de mi tiempo en ese taller que conocía desde la infancia; entonces aprendí a diseñar impresos y ese mismo año tuve mi primera columna en el periódico. Pero mi verdadero superpoder estaba aún por revelarse: mi ortografía, cultivada gracias a la biblioteca. Empecé a corregir las páginas de El Tabloide sin saber que ese oficio, el de la corrección, me acompañaría toda mi vida. Y cuando en el liceo aprendí la función de las fichas bibliográficas, se me ocurrió catalogar todos los libros de la biblioteca, una tarea que me llevó dos o tres años. Para 1985 había determinado el monto colosal al que ascendía la fortuna de mis padres: tres mil quinientos libros.
Hoy sé que mis labores de bibliotecario cachorro en las entrañas de la fortuna familiar me sirvieron como un inadvertido paliativo al dolor de la pérdida. Además, me llevaron a descubrir que mi papá no sólo era periodista, pintor y poeta, sino que además tenía una dimensión hasta entonces desconocida para mí: era una persona importante y querida por gente que escribía libros. Con frecuencia, cuando abría un ejemplar para anotar sus datos en las fichas que yo mismo diseñé e hice imprimir en el taller, encontraba dedicatorias que hablaban de afectos y de respeto. La dedicatoria de uno de esos libros, uno muy pequeño, sólo un puñado de páginas, trataba de amigo a mi papá y declaraba una fecha anterior a mi nacimiento. En una de esas páginas, que recorrí sin entender muy bien, leí:
Mi padre regresa y duerme
se halla en ese límite de blanco
y de negro que me levanta
y me hunde. Me palpa
con su mano en el sueño. Se quita
su ser y su no ser se cae
sobre sus restos hacinados
que respiran.
Yo no sabía quién era el autor cuyo nombre aparecía en la portada, pero entendí que ese libro me estaba diciendo algo y lo convertí en mi amuleto. Y cuando en 1987 me fui a Caracas a estudiar y trabajar, armé mi bolsito con cuatro mudas de ropa y ese frágil puñado de páginas que había escrito ese señor que le decía amigo a mi papá. Como la amistad suele discurrir a través de designios indescifrables, al año siguiente otro amigo, esta vez un amigo mío, estudiante de periodismo a punto de graduarse, Omar Lugo, me hablaría con contagiosa pasión de un libro que contenía una poesía como la que jamás se había escrito, hermosamente titulado Alfabeto del mundo, escrito por el señor que le decía amigo a mi papá: Eugenio Montejo, el mismo autor de Élegos, el libro que era mi amuleto y que en ese momento reposaba entre mis cosas en la habitación de estudiante donde vivía en la parroquia Candelaria.
II
El libro como amuleto, como amigo; la biblioteca como refugio, como espacio para el sueño y la esperanza. Incluso ahora, cuando la cultura parece atravesar un punto de inflexión de alcances aún desconocidos, es el libro el que nos convoca y nos salva. Si al principio decía que estar aquí es para mí una gran responsabilidad, es porque se me ha encomendado ser el pregonero de una feria del libro en un momento en que el mundo del libro está justo en el centro de una coyuntura que podría tener consecuencias radicales para la cultura, la tecnología y la historia. La llegada de la inteligencia artificial a manos del público ha desencadenado en nuestro medio una inédita ola especulativa que, en mi opinión, conducirá a una necesaria redefinición de conceptos que hasta ahora dábamos por sentados, como el valor de la autoría, la originalidad, la propiedad intelectual y la vigencia del paradigma actual de la industria editorial.
Desde que en noviembre de 2022 se liberara la primera versión de ChatGPT, uno de los más avanzados modelos de inteligencia artificial basados en lenguaje natural, se inició una profunda transformación en las dinámicas relacionadas con el libro y, en general, con la producción de contenidos. Amazon y plataformas similares se vieron de pronto inundadas de libros generados por la máquina, hasta el punto de que debieron establecer ciertos controles, como un tope de publicaciones por día o un más exhaustivo proceso de revisión de cada libro, revisión que, por supuesto, hace una inteligencia artificial.
A principios de este mes, el sábado 5 de octubre, murió a los 92 años el escritor estadounidense Robert Coover. Un autor rompedor que deja tras de sí un amplio catálogo de novelas, algunas de ellas inclasificables, y un guía para generaciones de autores a los que introdujo en territorios como la metaficción o la fragmentación de la estructura narrativa; de hecho, es muy probable que muchos de los juegos formales que suelen presentarse hoy día como innovadores no sean otra cosa que ecos, llegados a través de las sinuosas sendas de la cultura, de las exploraciones que él inició o inspiró.
Pero Coover fue además un tipo inquieto que no le tuvo miedo a la tecnología y en 1991 lideró, desde el taller que tenía en la Universidad de Brown, una extraña aventura consistente en la creación de una obra colectiva basada en la posibilidad del hipertexto para crear enlaces entre palabras, frases o documentos completos, y que tendía a la bifurcación infinita, no sólo de las escenas y el sentido de una historia, sino del concepto mismo de la autoría, que pasaba a un segundo plano. “Hotel”, como se llamaba el experimento de Coover y sus alumnos, era un espacio colaborativo donde cada autor podía agregar personajes, diálogos o historias, e incluso modificar las de otro autor. Era un cadáver exquisito, para no enredarnos.
Impresionado ante su propia creación, este moderno Prometeo creyó que su entusiasmo sería no sólo contagioso, sino inevitable, y asumió que el hipertexto derrumbaría en un futuro no muy lejano los cimientos de la literatura tal como la conocemos. Incluso se atrevió a postular el apocalipsis: al año siguiente, en 1992, publicaba en la revista de libros del New York Times su ensayo “El fin de los libros”, donde incluía la invención del hipertexto como uno de los grandes hitos en la historia de la alfabetización, después de la aparición de la escritura y la creación de la imprenta de tipos móviles. Y afirmaba, además, que el estilo y la trama, elementos tradicionales de la narrativa, estaban “decididamente en peligro”, pues con la irrupción del hipertexto, ¿quién iba a querer volver a escribir los libros como se habían escrito toda la vida?
Hoy sabemos que Robert Coover estaba equivocado en su entusiasmo. La idea de una autoría colectiva y de textos cuya forma varía caprichosamente jamás ha rebasado los límites de lo experimental. Salvo excepciones, los autores siguieron escribiendo los libros como toda la vida y permanecieron aferrados a su autoría, ganaran o no ganaran dinero por ello. De hecho, hoy el hipertexto es la base de una compleja red de tecnologías ligadas al libro tradicional, desde los actuales programas de diseño hasta las plataformas de autoedición como Amazon.
El aporte de Coover no es, sin embargo, anecdótico. Él vio claramente que las nuevas tecnologías de la información repercutirían en el libro, y en la producción de contenidos en general, y plantó en la cultura una pregunta fundamental: ¿está en el futuro del libro un proceso de transformación que desvirtúe la existencia de los medios editoriales o incluso los haga desaparecer? No hay respuesta aún para esto.
Claro que este no es el primer peligro que ha afrontado el libro. Hace ya más de cinco siglos Miguel de Cervantes tuvo que combatir la piratería y el plagio, prácticas que derivaron a otras manos parte de las ganancias por las ventas del Quijote y que siguen afectando a los autores de hoy en día, sobredimensionadas por supuesto por un mercado cuyo crecimiento alcanza proporciones colosales. Los costos de producción del libro impreso son un reto para la sostenibilidad de las editoriales de pequeño calado, y una de las aristas que influyen en la concentración de grupos y en los monopolios. También está el impacto ambiental del libro, tema que salvo iniciativas aisladas se barre bajo la alfombra por razones mayormente económicas.
Lo cierto es que, incluso si lo miráramos sólo como producto, detrás del libro hay todo un componente cultural que no tienen otros rubros. Quien fabrica tornillos, quien fabrica ropa, quien fabrica envases, sabe que hay unas medidas y unos estándares a los que ceñirse. Pero el libro, recordemos con Borges, es otra cosa: si el microscopio y el telescopio son extensiones de nuestra vista, y el teléfono es extensión de nuestra voz, el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Sí, su producción también atiende a medidas y estándares, pero el soporte no define el contenido.
Fue un muchacho de veinticuatro años el primero en darse cuenta de la relación que esto guardaba con las nuevas tecnologías. En 1971, la Universidad de Illinois reclutó al estudiante Michael Hart como parte de un equipo que debía explorar la utilidad potencial de aquellas primeras computadoras que ocupaban cuartos enteros. Hart escribió entonces: “El mayor valor intrínseco en las computadoras no está en la computación, sino en su capacidad para almacenar, recuperar y localizar datos”. Su transcripción de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, que envió a sus colegas el 4 de julio de ese año, es el hito fundacional del libro digital y, en general, de la combinación entre la computación y la cultura. Su legado es el Proyecto Gutenberg, una vasta biblioteca de acceso gratuito en Internet, que crece a diario por el esfuerzo de colaboradores de todo el mundo y que ya tiene más de setenta mil títulos.
La evolución del libro digital no fue un camino de rosas. El concepto superó por mucho tiempo la tecnología disponible, un escollo que alrededor de los años 2000 llevó a empresas importantes del sector a abandonar la carrera ante la imposibilidad de convertir el rubro en algo rentable. Eran los tiempos de los llamados “libros multimedia”, que se vendían en discos compactos, como la Enciclopedia Encarta, y que sólo podían leerse en computadoras de escritorio o portátiles.
Por increíble que parezca, el camino era el correcto y sólo faltaba un ingrediente crucial. Estos libros en discos compactos eran descendientes de los que en 1991 había comenzado a desarrollar la compañía de Robert Stein, uno de los pioneros determinantes del libro digital actual. Estas son las directrices cardinales de su visión: el libro digital no puede ser simplemente un montón de texto adaptándose a una plataforma existente, la de las computadoras de escritorio y portátiles; es necesario crear dispositivos y formatos que imiten de manera lo más transparente posible la interacción física que normalmente se tiene con un libro impreso y, a partir de allí, la mejoren. Por primera vez en la andadura de estas tecnologías se ponía el foco en el factor humano, en la persona que iba a leer ese libro y que sólo estaría dispuesta a pagar por ello si el dispositivo electrónico le resultaba al menos igual de cómodo que llevar consigo el libro impreso. La aparición del dispositivo Kindle de Amazon, en 2007, marcó el inicio de un crecimiento cada vez más acelerado: hoy en día, alrededor de veinte por ciento del mercado editorial de Estados Unidos es digital.
El soporte, recordemos, no define el contenido. El libro, esa extensión de la memoria y de la imaginación, es un objeto tan poderoso que termina por redefinir el soporte. ¿Ocurrirá eso entre el libro y la inteligencia artificial? La verdad es que en este instante nadie lo sabe, y quien aventure una respuesta está incurriendo en una irresponsabilidad. La inteligencia artificial no es un intruso que llegó improvisado. Su desarrollo tiene ya al menos siete décadas de historia y no se va a parar por nada ni por nadie. En este momento, declarar categóricamente que la inteligencia artificial “jamás” podrá hacer tal o cual cosa es una ingenuidad y una demostración del total desconocimiento sobre el frenético ritmo de evolución de estas tecnologías. Es más un deseo que una certeza fundamentada.
Mientras pronuncio estas palabras, hay alguien utilizando una inteligencia artificial para escribir un libro sobre algún tema del que no conoce, pero también hay alguien que se vale de esta herramienta para identificar patrones y relaciones semánticas en un texto, crear recomendaciones de lectura personalizadas o incluso detectar sesgos que el propio autor podría no haber percibido.
No creo que sean el miedo o la negación las mejores estrategias para lidiar con esta coyuntura. El mayor peligro implícito en la inteligencia artificial es que quienes estamos llamados a enfrentarlo ignoremos sus mecanismos. Prohibirla o censurarla no resuelve nada. Editores, docentes y otros agentes del mundo del libro deben involucrarse de forma intensiva en el manejo de la herramienta, no sólo para identificar malas prácticas sino también porque la transformación que se avecina nos puede pasar por encima. Querámoslo o no, su uso se está extendiendo en todos los órdenes. La estrategia correcta no está en rechazar lo que no comprendemos, sino en adoptar lo nuevo con criterio, ética y propósito. El libro no ha desaparecido con cada avance tecnológico que amenazaba su existencia; en su lugar, ha evolucionado, adaptándose y redefiniendo la realidad.
No debemos pasar por alto que la historia del libro es también la nuestra, la de quienes lo hemos tenido como refugio, como compañero, como amuleto. Sé que cada uno de los presentes tiene su historia personal de amor al libro y a este mundo de páginas impresas y digitales. Y lo sé porque los conozco, todos somos familia y si estamos aquí hoy es porque nos reconocemos como hermanos. Doy gracias por ello. Demos gracias todos.
Muchas gracias.
23 de octubre de 2024