Mario de las Heras/El Debate
París era una fiesta, la suerte de memorias póstumas en capítulos sueltos sobre su juventud en el París de los años 20, revela en su sentido y propósito la melancolía de que aquel tiempo irrepetible siempre fue mejor, el mejor de todos, para su autor. Cuando ningún fantasma de la vida de los Hemingway, el suicidio como trágico final, como el de su propio padre, había aún aparecido, al menos en toda su imagen, con sábana y todo.
Hemingway vivió una vida de ficción y escribió de la forma más real posible. Lejos de sus escritorios era un personaje y con ellos un hombre serio, meticuloso, concienzudo y trabajador. Dos perfiles opuestos que se solaparon para crear el mito: el ejemplo de la bipolaridad, del problema mental contra el que luchó mediante el trabajo duro y la escapada constante en la existencia: a París, a la guerra, a Italia, a España, a África…
Dicen que los amigos le duraban cinco años, casi como si ese tiempo fuera parte del plan preciso de su construcción. En un lustro ya les había sacado todo lo aprovechable. Amistades utilitarias de las que se arrepintió en su decadencia, como la de Scott Fitzgerald, el escritor maravilloso que le presentó a sus editores y leyó sus textos y le aconsejó y corrigió al que en el tiempo de recuerdos de París era una fiesta ridiculizó cruelmente, no sin mostrar la verdadera veta de cariño que permanecía.
Fue como si la crueldad fuera un instrumento para seguir la hoja de ruta trazada por encima de los sentimientos. De Sherwood Anderson, el cuentista brillante que también le ayudó en sus primeros años, también se mofó (y de otros escritores) en su libro Torrentes de primavera, parodiando el estilo de su exitosa novela Risa oscura. Una truculencia que censuraron sus mejores amigos de entonces, como Gertrude Stein, e incluso su primera mujer, Hadley.
Ninguno de ellos, ni siquiera sus esposas, salvo la última, le sobrevivieron como tales. Con sus mujeres también fue implacable. Con ellas también utilizó la herramienta de la impiedad para continuar su camino vital de ficción, que contrastaba con sus disciplinadas rutina y técnica literarias. Unas decisiones no exentas de remordimiento interno que fue agrietando al personaje de barro como un exceso más de los muchos que se permitía, mayormente con el alcohol y la comida. Estas le afectaron a su salud física, al mismo tiempo que sus inaparentes pesares contribuyeron a empeorar su particular salud psíquica.
El cóctel perfecto para la ruina final, desde la que se despeñó sin haberlo previsto. No había pensado en la otra cara de la moneda, quizá porque sabía perfectamente lo que se ocultaba allí, como si hubiera decidido solo vivir sobre una el día que decidió lanzarla al aire y salió cara o cruz. En París era una fiesta el viejo Hemingway trata de volver a ser el joven y lo consigue con la disciplina y el talento de su escritura rememorando los años felices de su primer amor, de su primera mujer y de sus primeros grandes amigos antes de que todo, y antes de todo, cambiara para siempre hasta la fulgurante subida a la cúspide y el fulgurante descenso a la muerte.