Como una expresión íntima y profunda de la condición asfixiada de la criolla, Teresa de la Parra (Ana Teresa Parra Sanojo, 1890-1936), mujer de fábula, fallecida en la plenitud de su hermosura y de su talento, escribió Ifigenia (1924), un libro tan admirado como atacado en su tiempo. En él queda al descubierto el mundo interior, hasta entonces vedado, de la señorita bien cercada por prejuicios, prohibiciones, imposiciones sociales y familiares, costumbres anacrónicas, ceremoniales domésticos, metas fijadas de antemano como el matrimonio. El símil con el personaje del drama griego no puede ser más evidente: Ifigenia, criolla sacrificada en el altar de los matrimonios inevitables, obra más de conveniencia que de sentimiento. Pero en este caso, la propia protagonista, María Eugenia Alonso, escoge el sacrificio, por falta de voluntad, por temor atávico, por debilidad, pese a que el novio le repugna y que tuvo otra alternativa: la de fugarse con un hombre casado que tocaba su más honda sensibilidad sensual. Uslar Pietri definió admirablemente el personaje contradictorio: “Una señorita, ese ser monstruosamente delicado y complejo. Esa flor de barroco”. En 1929, Teresa de la Parra publicó otro libro que muchos prefieren a Ifigenia, Las Memorias de Mamá Blanca, una evocación infantil de sus días tempranos en la Hacienda de Tazón, y la decepción de no volver a encontrar, pasado un tiempo, las imágenes del recuerdo. Sobre la obra de Teresa de la Parra se cierne la nostalgia por lo no vivido (Ifigenia) y por lo perdido (Mamá Blanca). Con ella algo se muere: la aristocracia de un grupo que disolverá la clase media; un estilo de vida, una compostura social, que soliviantarán las rebeldías por venir
Lo que Pocaterra no vio, es decir, la intimidad de esos privilegios que él castigaba y describía como caricatura de maldad y de egoísmo, lo reveló Teresa de la Parra, en un lenguaje cristalino, confidencial, sin adorno alguno literario sin preciosismo, sin los énfasis satíricos de que tanto gustaban Blanco Fombona y Pocaterra. Con lo cual se demuestra que para reaccionar contra el modernismo estetizante y enamorado de colores, no se requería necesariamente cultivar el apóstrofe y el sarcasmo.
Teresa de la Parra fue la primera escritora venezolana –y una de las primeras latinoamericanas- que contó la vida de las casas pudientes por dentro, que evocó aquel tiempo de ingenios azucareros y haciendas de café, que registró la historia de una señorita bien, de la última de ellas, nacida en la postrera década del siglo XIX, en una capital provinciana, invadida por los aires rurales de sus aledaños, en una casona de potón ancho, de corredores con piso de ladrillo, de patios interiores donde crecían los helechos, los geranios alguna araucaria grácil, y cuyas ventanas, casi siempre cerradas, recataban celosamente la vida de sus moradores, en especial la de las muchachas encendidas por fugaces ensueños o ensombrecidas por melancolías repentidas.
Picón Salas apunta que “el estímulo y la pasión de Teresa nacerá en Venezuela toda una literatura femenina, un poco liberada ya de la sensiblería dulzona o el erotismo trivial, tan frecuente en la prosa y los versos de las mujeres de América”, y menciona, entre otros, los nombres de Ada Pérez Guevara (1905) autora de Tierra talada (1949), otra evocación de una infancia que el advenimiento de la pubertad trunca dolorosamente. El lugar y el tiempo de esta historia íntima es Caracas, en 1925. Cada capítulo del libro trae un cumplimiento para Ana Isabel, experiencia, agotamiento de una posibilidad, vislumbre, rendija que se entreabre sobre el misterio vital. El libro concluye con la ceremonia bárbara de la quema de un lagartijo que prefigura la muerte de la infancia. Ana Isabel queda situada del otro lado de la reja, ya la casa no será maravillosa morada de los sueños, sino prisión para el cuerpo. El lenguaje de Antonia Palacios, con ser evocativo como el de Teresa en las Memorias, tiene además vuelos poéticos y líricos tan envolventes como sugestivos, y un poder mayor de captación de las vivencias, de los fantasmas interiores. Aúna la simplicidad y la transparencia con el poder de contagio emocional. Antonia Palacios evolucionó luego hacia una literatura más comprometida con el lenguaje y el texto, de la cual constituye importante testimonio la colección de cuentos Crónica de las horas y Los insulares. En páginas ulteriores ampliaremos el comentario sobre esta escritora singular y auténtica.
La evocación de la infancia y sus nostalgias inspiró La casa del viento de Gloria Stolk, quien también escribió novelas psicológicas como Amargo al fondo. Lucila Palacios –seudónimo de Mercedes Carvajal de Arocha- a través de más de diez libros, se encara con temas sociales, psicológicos, políticos, telúricos. En tres palabras y una mujer (1944) se asoma a aspectos íntimos de la condición femenina. En Tiempo de siega (1961), trata de manera realista la degeneración psíquica de una mujer golpeada por el destino. Su último libro, La piedra en el vacío (1971), mantiene una indagación psicológica y sociológica en la que los personajes[s], según lo expresa ella misma, luchan con “la bestia que todos llevamos por dentro”. Esos personajes se desempeñan hacia el homicidio y el adulterio convulsionados por los desarreglos de la sociedad alienada y alienante de nuestros tiempos. Perjudica a esta novela cierta tendencia de la autora a invertir en ella, a enfatizar las acusaciones y a extraer moralejas edificantes. Quizás El corcel de las crines albas (1949) sea su mejor libro. Tiene por ambiente la Isla de Margarita y la protagonista, Martiña, puede figurar a Venezuela misma. Lucila Palacios es una escritora con impulso reformista y sensibilidad política, con poca propensión a las especulaciones formales y estilísticas, a la confidencia o a la evocación melancólica.
*Liscano, Juan. Panorama de la literatura venezolana actual. Caracas: Alfadil Ediciones, 1995. Pp. 31-33
Juan Liscano*
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