Cristina Fallarás*
Público es
De cría, y no tan cría, me daban pavor los chicos pijos y muy ricos. Iba a poner “chicos blancos”, pero en mi mundo de entonces, lamentablemente, todo era blanco. Es curioso ese terror, en primer lugar porque yo crecí entre ellos, y de alguna forma, pertenecía a su mismo mundo. Solo de alguna forma, no del todo. También es curioso porque en mi generación se suponía que quienes daban miedo eran los quinquis de extrarradio. A mí, esos me gustaban. Los pijos muy ricos tenían un halo de crueldad salvaje que parecía despertar irremediablemente la admiración de la mayoría. Y, por lo tanto, caminaban destilando impunidad. A una cría como yo, grandota, algo masculina y torpe, aquellos chavales ni la miraban. Y recuerdo haber rezado para que así siguiera siendo. Si uno de ellos ponía la vista en alguien que no fuera un igual —y eran poquísimos sus semejantes—, más le valía al pobre correr a esconderse, porque el ensañamiento con el débil o con el diferente a ellos resultaba atroz.
Recuerdo haber visto la película Funny Games, de Michael Haneke, en la que dos pijazos riquísimos sometían a una familia, también rica pero menos, a una insoportable tortura criminal. A mi pesar, lo entendí. Yo conocía a esos desalmados, a esos miserables, a esos hijos salvajes del dinero que sangra. Sabía que nada les para, todo les hastía, siempre quieren más, más sangre, más dolor, más colmillo.
Los pijazos blancos —ahora sí— ultrarricos son una especie distinta a la de los abusones. Ni siquiera necesitan ser abusones. Cogen en cada momento lo que les apetece porque les apetece, sea esto un país, una selva, un grupo de personas, el cuerpo de una niña, cualquier vida de criatura humana o animal. Y lo despedazan. Lo destrozan, porque inmediatamente, en cuanto lo tienen, se aburren. Es un tipo de macho al que temer en serio, sobre todo porque despiertan una incomprensible admiración entre los hombres que aspiran a ser como ellos. Y los hombres que aspiran a ser como ellos, en cuanto los conocen, pasan a multiplicarse como las ratas.
Con Donald Trump y Elon Musk vuelvo a tener esa sensación conocida, y me estremezco. Su voracidad no tiene límites, porque ellos carecen de cualquier coto moral. Sin saber cómo, en un abrir y cerrar de ojos, el mundo se nos ha convertido en el juego de una panda de críos crueles apostando a ver quién la tiene más grande. El problema es que ya están en el centro, o sea que ya ha empezado a germinar en serio la corte de aspirantes a salvaje. Tomándolos como modelo, cada uno empieza a aplicar en su pequeño mundo las maneras de los machos que avanzan pisando cabezas, acumulando cadáveres y sin mirar atrás. Como siempre, los cuerpos bajo sus zapatos serán los de las mujeres, las personas no blancas, los gays, lesbianas, bisexuales y trans, la gente pobre, la población más débil, cualquiera que defienda los derechos humanos y la paz.
Alguien podría llamarme exagerada, replicar que Europa es Europa… pero es mentira. Aquí desde hace un tiempo ya sobre todo se habla de armamentos, ejércitos, “defensa” y fronteras. Esto no ha hecho más que empezar. ¡Si Trump no lleva ni tres meses en el cargo! ¿O qué nos creemos, que aquí no hay de eso? A los pijazos blancos ultrarricos no hay que darles espacio ni mirarles a los ojos, porque a la que te descuidas, te encuentras a un aspirante a salvaje sentado a tu mesa.
*Escritora y periodista española