David Torres*
Público es
No es que el festival de Eurovisión tenga mucho que ver con la música, menos aún con el buen gusto, pero en los últimos años se ha convertido en una especie de termómetro con el que medir la indiferencia ante la barbarie y la desvergüenza criminal del sionismo. Sin embargo, en esta última edición, más que la indiferencia, se buscaba el aplauso, el entusiasmo ante el trabajo de los verdugos. Los cuales no dejaron de trabajar incluso al compás de las diferentes horteradas: lanzando drones, arrasando campamentos de refugiados y quemando gente viva. Para el caso, bien podía haber salido a escena Netanyahu berreando una canción que hablara de asesinar niños, secundado por una coreografía aderezada con tanques, sangre y cráneos humanos.
Como siempre, las canciones eran lo de menos: lo que se votaba era la autorización popular a un genocidio, el visto bueno a una masacre que está sucediendo ante nuestros propios ojos. En este sentido, la metáfora resultó prácticamente perfecta, ya que el representante de Israel quedó en segundo lugar, únicamente superado por el de Austria. Es admirable la cultura -no sólo musical- de la audiencia que asiste habitualmente a este engendro televisivo, cuando tanta gente suele olvidar que Hitler era austriaco de nacimiento.
Para quienes se preguntan cuáles son en realidad los valores europeos, en Eurovisión pueden encontrar unas cuantas respuestas de lo más folklórico. El veto a Rusia y el beneplácito a Israel señalan, por ejemplo, que está feo bombardear ucranianos mientras que masacrar palestinos por millares va camino de convertirse en deporte olímpico. A fin de cuentas, los ucranianos suelen ser cristianos, generalmente rubios y de ojos azules, mientras que los palestinos, además de musulmanes, no entran en la categoría de seres humanos. Son todos terroristas de Hamás, incluidos bebés y niños de pecho.
El hecho de que, gracias al televoto, Israel quedara en segundo lugar en Eurovisión, lo dice todo sobre Eurovisión, sobre Israel y sobre el televoto. En una perfecta demostración de ósmosis democrática, la bazofia musical obtuvo su correspondencia en una abominable montaña de bazofia moral. Vaya lo uno por lo otro. Al parecer, el público español votó masivamente por Israel, lo cual quiere decir que hubo melómanos que se molestaron en votar 20 veces y gastar 20 euros para prestar su apoyo a la carnicería indiscriminada de Netanyahu. Probablemente, gran parte de ese voto fue movilizado a través de programas de espionaje informático, eso sin contar que la organización de Eurovisión tiene vínculos con KKR, el fondo buitre israelí que, entre otras cosas, participa en la ocupación de tierras arrebatadas a los palestinos y promociona los festivales juveniles de rock en territorio europeo.
La noche del viernes -justo un día antes de esa apestosa conjunción entre un genocidio impune y una ristra de canciones de mierda-, acudí al Teatro Real, donde mi amigo, el novelista José María Mijangos, me invitó a presenciar Tamerlano, la fabulosa ópera de Händel, en una versión de concierto dirigida por René Jacobs. Da vértigo pensar que esta obra de arte incomparable, estrenada en Londres en 1724, haya atravesado intacta tres siglos y que con toda seguridad vaya a sobrevivir cinco o seis más, mientras que los horrendos cacareos que sonaron el sábado retransmitidos a medio mundo difícilmente aguantarán en pie tres meses, por no decir tres días. Lo que no se olvidará jamás es la magnitud y la sevicia del exterminio cometido en Gaza ante la indolencia cómplice del mundo entero.
*Escritor y periodista español