Albert Noguera*
Público es
Estamos siendo testigos, día tras día, de un genocidio devastador. Desde hace meses, Israel asesina indiscriminadamente a decenas de miles de civiles palestinos con el objetivo de expulsarlos y apropiarse de su tierra. Aunque hay protestas y gestos de solidaridad, las instituciones, los gobiernos y gran parte de la población de los países del Norte siguen con su cotidianidad, sin interrumpir la normalidad, ni tomar medidas reales para detener esta barbarie.
¿Cómo es esto posible? ¿De verdad somos tan insensibles al dolor ajeno? La respuesta a ello no está tanto en una explicación psicológica-individual, de falta de empatía, sino en una explicación histórico-estructural. En concreto, en la forma en que el capitalismo en el Norte Global ha moldeado culturalmente, de forma interesada, nuestra idea de lo que es la democracia.
En nuestra cultura política, la democracia ha sido concebida históricamente desde un dualismo jerárquico “adentro-afuera” del Estado. Esta forma de entender lo democrático, compartida por ciudadanos, gobiernos y medios, no es accidental, sino que responde a los intereses del capital del norte. Detengámonos primero en ver cuál es nuestra concepción de democracia, para ver luego el porqué ha sido construida así.
En primer lugar, nuestra idea de lo democrático se levanta sobre un dualismo espacial. La democracia se piensa como un régimen que opera únicamente dentro de las fronteras del Estado, sin que sus principios se apliquen al plano internacional. Este dualismo no es una invención reciente, ya desde la Atenas clásica el gobierno democrático convivía con prácticas imperialistas. Sin embargo, se reactualiza en la Europa de posguerra, con su fórmula de “Keynes en casa, Smith afuera”, donde los avances democráticos y ampliaciones de derechos internos van de la mano de formas de colonialismo y explotación externas. Así, se consolida una idea de democracia limitada a lo nacional, donde los derechos y mecanismos de participación se aplican a los ciudadanos “de dentro”, mientras se naturaliza la desigualdad y la violencia ejercida hacia “los otros”.
Pero este dualismo es también jerárquico. Las violaciones de derechos dentro del Estado provocan indignación y se perciben moralmente inaceptables, aunque fuera de él apenas generan reacción. El mismo Estado y ciudadanos que se presentan como garantes y vigilantes de los derechos pueden tolerar, o incluso facilitar, abusos cometidos por empresas o ejércitos propios en otros países. Esta jerarquía moral revela una idea restringida de democracia, válida para nosotros, prescindible para ellos. De acuerdo con ello, la conquista de derechos de los trabajadores del Norte durante el Estado social de posguerra mundial no fue más que una forma de estos de participar de la explotación de los trabajadores del tercer mundo, debido a que los capitalistas les pasaban -en forma de derechos sociales- parte de las ganancias extraordinarias obtenidas con el intercambio desigual, en un contexto donde el desarrollo económico de los países del centro se construyó sobre la exportación de pobreza a la periferia.
En suma, la noción de democracia en nuestra cultura política se ha construido sobre un dualismo jerárquico adentro-afuera que permite combinar exigencias internas de libertad y justicia con una aceptación tácita, o incluso activa, de la dominación y vulneración de derechos externos. Por eso, por ejemplo, pocos cuestionan que François Mitterrand haya sido un demócrata. Esta etiqueta se le concede exclusivamente por su actuación dentro de las fronteras francesas, sin considerar su rol como ministro del Interior (1954-1955) y luego como ministro de Justicia (1956-1957), durante los cuales respaldó la represión sistemática contra el pueblo argelino, incluidas ejecuciones, torturas y una violencia colonial que contradice frontalmente cualquier noción amplia de democracia.
Ahora bien, la reactualización de este dualismo en el siglo XX no fue ni accidental ni espontánea, sino una arquitectura deliberada del capitalismo monopolista de Estado en los países centrales, diseñada para gestionar la tensión estructural de garantizar la paz social interna sin renunciar a la acumulación ilimitada de capital.
En este contexto, el dualismo adentro-afuera no fue un efecto colateral, sino un dispositivo funcional. La democracia interna se promovió para contener el conflicto social mediante la institucionalización del disenso y la ampliación de derechos sociales, mientras el exterior se mantenía como espacio de extracción y violencia estructural. Así, el capital pudo reconocer derechos a los trabajadores del Norte sin alterar significativamente la proporción del reparto global de la riqueza entre trabajo y capital. Esto fue posible gracias al desplazamiento de la explotación hacia el Sur Global, mediante mecanismos como el intercambio desigual. Al aumentar la producción global por el saqueo de recursos externos, también aumentaba la masa de bienes disponible para los trabajadores del Norte, sin que ello supusiera una merma en las tasas de ganancia ni un cuestionamiento de las relaciones productivas. En otras palabras, se podía democratizar internamente sin tocar los pilares de la dominación global.
Y la única manera de legitimar socialmente este modelo fue construyendo en el imaginario colectivo de las poblaciones del Norte, una concepción de democracia basada en ese dualismo jerárquico “adentro-afuera”, naturalizando la disociación entre derechos para unos y dominación para otros. Esta operación subjetiva o cultural fue tan decisiva como la económica. Sin ella, la arquitectura política del capitalismo europeo no habría podido sostenerse. Y de aquellos polvos, estos lodos. Esta es la raíz de la apatía, la falta de preocupación y la ausencia de movilización hoy en gran parte de la población del Norte Global frente a las atrocidades o complicidades de nuestros Estados con barbaridades que se producen fuera de sus fronteras, como la de Gaza. Para ellos estas forman parte del “afuera” de la democracia y, por tanto, quedan excluidas del marco moral con el que juzgamos lo justo o injusto de las acciones de nuestros propios gobiernos.
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Frente a esto, es indispensable promover una reconceptualización de la democracia que supere el dualismo entre lo interno y lo externo, incorporando lo geopolítico como parte esencial del régimen democrático. Un sistema no solo deja de ser democrático cuando vulnera derechos dentro de sus fronteras, sino también cuando se sostiene sobre la complicidad con la violación de derechos en otros territorios. Esto ocurre, por ejemplo, con el comercio de armas con Israel o las actividades extractivas de empresas españolas en el Sur Global. No se trata de anomalías, sino de una estructura que externaliza la violencia mientras preserva legitimidad hacia adentro. Una democracia integral debe exigir rendición de cuentas no solo por lo que ocurre dentro del Estado, sino también por el impacto exterior de sus políticas y empresas. En un mundo globalizado, no repensar la democracia en esta dirección es dejarla funcionar al servicio del privilegio y la desigualdad.
Esta reconceptualización de la democracia puede y debe impulsarse tanto desde la sociedad como desde las instituciones. Por un lado, la ciudadanía tenemos el derecho y la responsabilidad de exigir en las calles que el Estado rinda cuentas por su tibieza o complicidad frente a crímenes como el genocidio en Gaza o el rol de empresas nacionales en la vulneración de derechos en el extranjero. Por otro lado, es posible avanzar institucionalmente. Siguiendo el ejemplo de jurisprudencia que se ha dado en otros países europeos (Francia, Alemania, etc.), debería incorporarse por ley el principio de responsabilidad extraterritorial del Estado. Este principio establece que un Estado no solo debe respetar los derechos dentro de sus fronteras, sino también cuando tiene jurisdicción sobre actores o conductas fuera de ellas, y omite actuar pese a tener conocimiento y medios legales para prevenir daños.
Esta idea permitiría, entre otras cosas, vincular la legitimación activa ante los tribunales españoles al principio de personalidad, no al de territorialidad, para que cualquier persona de otro país afectada en su territorio por actores o empresas españolas pueda denunciar. Piénsese en el caso de trabajadores de filiales de empresas transnacionales públicas o privadas de nacionalidad española en terceros países. A la vez que ampliar la legitimación pasiva para incluir a empresas transnacionales, sus directivos y al propio Estado como responsables de vulneración de derechos fundamentales ante el tribunal Constitucional, por ejemplo. Mecanismos como estos son fundamentales para construir una democracia verdaderamente integral, capaz de responder con justicia y no con indiferencia ante horrores y vulneraciones de derechos de las que nuestras supuestas “democracias” son cómplices.
*Jurista y politólogo español